El corazón de Dios
Para los espíritus críticos el Dios que se revela en el Antiguo testamento resulta excesivamente pasional, con explosiones de ira y, por el otro lado, una increíble capacidad para la ternura. Se trataría, en todo caso, de antropomorfismos, meras metáforas que no se podrían atribuir, así, sin más, al verdadero Dios, transcendente e inmutable. Ese Dios lejano, podrá ser con nosotros, tal vez, benévolo, con un deje de condescendencia, pero sin verdaderas entrañas. Ahora bien, los cristianos no creemos simplemente en Dios (lo que, en los tiempos que corren, no es poco), sino en un Dios encarnado, que ha asumido plenamente y con todas sus consecuencias nuestra condición humana. De modo que, precisamente en Cristo, se hacen realidad humana esas presuntas metáforas. Así, la profecía de Ezequiel (36,26) que promete arrancar del pecho el corazón de piedra y dar un corazón de carne, se cumple en Jesús, el hombre verdadero dotado de un corazón, no angélico, sino de carne, un corazón capaz de compadecer. Sólo así, amándonos con un corazón de carne, puede Jesús sanar el amor humano, herido por el pecado, por el egoísmo, la envidia, la codicia, la rivalidad y el odio; y esto no sólo en las relaciones humanas más impersonales (como las sociales o las económicas), sino también en las más cercanas y entrañables (como las familiares), que son con frecuencia fuente de conflictos y sufrimientos que nos hieren en lo profundo.
Jesús ha acercado el amor incondicional de Dios, y nos ha hecho accesible, por medio de su corazón de carne, el corazón de Dios. No es un Dios lejano y terrible, ante el que debamos sentirnos temerosos e indignos, sino un Dios Padre que se preocupa por nosotros, y que suscita en nosotros confianza y amor. Esto es lo que podemos experimentar al acercarnos a Jesús con un espíritu sencillo: la revelación de una sabiduría que no es cuestión de erudición, sino la sabiduría del amor. El amor, es verdad, es exigente y a veces nos pesa: “amor meus pondus meum” (mi amor es mi peso), decía San Agustín. Pero es, también, lo que da sentido y orientación a nuestra vida. Por eso añadía: “eo feror, quocumque feror” (por él soy llevado adondequiera que me lleven), porque el ser humano tiende al objeto de su amor, por más que esfuerzos que le exija. Por eso dice Jesús que su yugo es llevadero y su carga es ligera. Y tanto más si consideramos que el peso del amor verdadero lo ha tomado Jesús sobre sí mismo al dar su vida por nosotros.
La sabiduría del amor que Jesús ha revelado es exigente, cierto, pero sobre todo nos da confianza, nos relaja, nos da alivio y respiro. En Cristo, en su corazón manso y humilde, encontramos el perfecto equilibrio entre la autoestima y la humildad: autoestima, porque somos amados sin condiciones, lo que significa que, en el fondo de nuestro ser, somos buenos y valiosos; pero también humildad, porque sabemos que no somos perfectos, que tenemos que reconocer con humildad nuestros límites, nuestros pecados. Pero esto último no es una humillación que nos destruye, sino la certeza de que podemos mejorar, de que hay en nosotros posibilidades no exploradas. Y nuestra gran posibilidad, si aprendemos de Jesús, es el amor: saber que cuando tratamos de amar, Dios mismo está obrando en nosotros y que Él permanece con nosotros.
Cordialmente
José María Vegas cmf
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