Queridos hermanos:
“Si pasas por el fuego, no te quemarás; la llama no te abrasará… porque eres de gran precio a mis ojos” (Is 43,2.4). En el libro de Daniel se da forma descriptiva a la acción del Dios providente profetizada y celebrada por Isaías; dentro de la gran variedad de géneros de que dispone la Biblia, ahora se pasa del oráculo a la leyenda.
El libro de Daniel no es unitario; se compone de varias historietas edificantes, independientes entre sí y entrelazadas con visiones apocalípticas. De ahí lo repetitivo y hasta contradictorio de la narración: los reyes paganos se convierten ante cada portento del Dios de Israel, pero al parecer pronto vuelven a las andadas y tienen que volver a convertirse; estamos siempre comenzando. Hoy el relato ya no nos sitúa en el imperio babilónico sino en el persa (ss.VI-IV), pero sin cambiar de tema: el rey pagano (siempre el seléucida Antíoco Epífanes, oculto bajo otros nombres) se erige en dios, prohíbe el culto a Yahvé y somete al martirio a quienes no acaten tal prohibición. Pero Yahvé interviene en favor de sus fieles heroicos, aquellos que “no amaron tanto su vida que temieran la muerte” (Ap 12,11).
Es una llamada a la fidelidad a Dios incluso en la prueba y a fiarse de su providencia protectora, aunque a veces parezca ocultarse o adoptar formas tan extrañas que el creyente se sienta desamparado. Pero éste no es quien para indicarle a Dios cuál debe ser su forma de actuar.
El texto evangélico está en plena sintonía con la leyenda de Daniel. Como él, está muy anclado en la historia, ahora en la historia romana. Distintivo de la fe judeocristiana es que el bien y el mal, la gracia y el pecado, no tienen formas mitológicas o extramundanas, sino que se realizan en el tiempo y el espacio. Jesús conoció en su Palestina natal movimientos revolucionarios contra Roma, el imperio ocupante, y quizá consideró que un levantamiento popular de Israel podría ser suicida. El evangelista, que conoce el levantamiento judío del año 66, con el que se originó una guerra de ocho años en la que Jerusalén fue destruida, perfecciona las intuiciones imprecisas de Jesús. Y, siguiendo el estilo apocalíptico del mismo Jesús, sigue hablando de guerras, maremotos y cataclismos, que serán fuente de tribulación para los creyentes. Pero lo importante es que, tras tanta desolación, aparece la acción salvífica de Dios que no se olvida de los suyos: “alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación” (Lc 21,28).
A diferencia de otras comunidades de la época neotestamentaria, la destinataria de tercer evangelio no espera ya una vuelta del Señor y un fin del mundo próximos, sino que cuenta con una historia duradera. En ella los fieles sufrirán frecuentemente persecuciones (“dichosos cuando los hombres os odien, os marginen, os injurien y proscriban vuestro nombre…”: Lc 6,22). El creyente, cuya existencia transcurre bajo la mirada del Dios providente, no se diferencia de los demás en que en ella estén ausentes las pruebas, sino en el modo de afrontarlas: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf
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