Queridos hermanos:
Quizá todos nos hemos emocionado alguna vez al oír en el Mesías de Händel el grito jubiloso “Blessing and Glory…”, de Apocalipsis 7,12: “Bendición y gloria… honor y poder y fuerza a nuestro Dios por siempre”. Es impresionante el hecho de que aquella comunidad cristiana, perseguida y martirizada, celebre anticipadamente y con entusiasmo desbordante el triunfo final de Dios y del Cordero, cuyos designios por el momento aparecen pisoteados por el imperio romano pagano.
El Apocalipsis del NT está en íntima sintonía con el libro de Daniel; como él, sabe de las bestias que blasfeman de Dios y hacen la guerra a sus santos; pero sobre todo sabe cuál es el desenlace de historia tan dramática: ésta, aunque a veces nos parezca que no hace sino combatir el plan de Dios, en realidad está plenamente bajo su control. Las cuatro bestias (imperios) que suben del abismo, al igual que los trozos de la estatua soñada por Nabucodonor, terminarán aniquiladas y dejarán paso al poderoso Hijo del Hombre y a su Reino que no tendrá fin.
Al final del año litúrgico somos invitados a celebrar gozosamente el final de la historia, el día en que el mundo quede transfigurado por la acción redentora del Hijo y Dios lo sea “todo en todos” (1Cor 15,28; Ef 1,23). El Hijo del Hombre daniélico es no sólo figura individual, sino también colectiva: los santos del altísimo. El Reino del Hijo es también el de los hijos: “sois linaje escogido, sacerdocio real” (1Pe 2,9). El domingo pasado celebrábamos la solemnidad de Cristo Rey del Universo; ¡lo celebrábamos ya! No es una realidad meramente futura: el porvenir se ha anticipado, y nos abarca e impregna.
El tercer evangelista no comparte la mentalidad apocalíptica de Daniel ni de buena parte del NT; no prevé un cercano fin del mundo. Sin embargo, ha sabido dar sentido a la parábola de la higuera, y hasta es posible que su interpretación de ella no sea del todo ajena a la mente de Jesús. Él contaba ciertamente con los cataclismos cósmicos finales, pero también sabía que quien se encontraba con él y percibía el sentido de sus palabras y acciones entraba en una época histórica diferente, experimentaba un final y un comienzo.
Hoy somos todos invitados a vivir un personal fin del mundo, a dejar atrás la fuerza “bestial” de lo malo y destructivo y abrir espacio en nosotros a la presencia del Hijo del Hombre glorioso. Unos ojos limpios, que nos permitan percibir los signos de Reino que hay entre nosotros, podrán “cambiarnos la cabeza” y ayudarnos a entrar en el Reino del Hijo del Hombre, que “no vendrá espectacularmente sino que está en medio de vosotros” (Lc 17,20-21).
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf
No hay comentarios:
Publicar un comentario