Queridos hermanos:
Nos encontramos en el último día del año litúrgico; mañana comienza el Adviento. Y los textos litúrgicos nos siguen hablando de un necesario proceso de muerte resurrección, y de la vigilancia y esperanza con que debemos vivirlo.
El lenguaje de Daniel es artificioso y barroco, a la vez rebuscado e ingenuo. A una descripción velada de la época trágica que está viviendo el pueblo de Dios, sigue una explicación precisa de los cruces genealógicos de dinastías, cada una con su carga de persecución para la religión de Israel: un monarca pretende “aniquilar a los santos y cambiar el calendario y la ley”, es decir, sustituir la religión de Israel por paganismo. Pero al pueblo fiel ya se le advierte que tal tribulación es pasajera: que durará “tres días y medio”. En los códigos cifrados de la apocalíptica el número 7 significa perfección: referido al tiempo sería una eternidad; en cambio 3’5, la mitad de 7, significa limitación cronológica: el imperio de la rebeldía contra Dios tiene los días contados. Es una llamada al aguante sereno en la esperanza de que “el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22,5).
Hace años hablaba frecuentemente la teología de la orientación de la humanidad, e incluso de la creación entera, hacia el punto omega, que es Cristo Resucitado. La vocación de todo lo creado es la participación en su gloria; él es el salvador que “transformará nuestra condición humilde configurándonos con su condición gloriosa gracias a la energía de su poder para sometérselo todo” (Flp 3,21).
El libro de Daniel contemplaba esa transformación como algo instantáneo: en un breve juicio “se quitaba el poder a la bestia y se daba a los santos del altísimo” (Dn 7,26-27). El tercer evangelista, testigo de una historia duradera de gracia y de pecado, sabe que todo esto es un proceso, que la oferta salvífica debe ser acogida “cada día” (en él menudea esta expresión) por el creyente. Su comunidad quizá va cayendo en la inconsciencia y necesita ser renovada y desperezada. A ella, como a nosotros, “los agobios de la vida”, a veces acompañados del “vicio y la bebida” (cada uno deberemos hacer la propia traducción) la pueden despistar respecto de lo fundamental.
Se ha dicho que la rutina habitual hace más estrago que un pecado grave aislado; éste puede incluso proporcionar una sacudida saludable, mientras que aquella funciona como permanente anestesia. La liturgia nos ofrece los llamados “tiempos fuertes”; mañana iniciamos uno, el Adviento. Ojalá sea ocasión de abandonar inconsciencias y perezas y de someternos generosamente a ese tribunal que despoje a nuestros “reyes interiores” inicuos y nos haga crecer en pertenencia al “pueblo de los santos del Altísimo”.
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf
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