La oración confiada, lo decíamos el otro día, espera de Dios siempre lo mejor. Es un Padre. De él solo podemos esperar lo bueno. Dios nunca abandona a aquellos a quienes ama. Si lo hiciera, dejaría de ser fiel a sí mismo, porque Dios es, esencialmente Amor y misericordia.
La oración es la expresión de nuestro grito de auxilio, de nuestra necesidad, de nuestra fragilidad ante este Dios que es Amor y de quien tan necesitados nos reconocemos. Vivir en esta confianza modela nuestra vida, nos asimila a Jesús, en quien “se resumen la ley y los profetas”.
El evangelio de hoy termina apelando a eso que manda esa “ley y los profetas”, esa ley de oro que nos enseñó Jesús: haced con los demás lo mismo que queréis que hagan con vosotros. En este decir de Jesús hay una pequeña novedad que no deberíamos dejar pasar desapercibida. No se trata de un simple “no hacer a los demás lo que no queramos que hagan con nosotros”. Jesús le da un pequeño matiz, un giro. Jesús nos invita a un hacer a los demás en positivo: “hacer lo que queréis que hagan con vosotros”. El amor desea lo mejor. No solo no desea ningún mal, sino que desea todo bien. Es un matiz importante.
El amor está llamado a ser vivido en positivo. El amor es actuante y concreto. En la conocida parábola del buen samaritano, Jesús nos lo enseñó todavía mejor cuando nos quiso hablar de quién es nuestro prójimo, invitándonos: “Anda, haz tú lo mismo”.
El cardenal Van Thuan entre sus escritos dejó una pequeña perlita que decía: “Deberíamos poder decir todos los días al acostarnos: Hoy he amado todo el día”. Te invito y me invito a que lo pongamos hoy en práctica. Eso sí, en positivo.
Tu amigo y hermano,
Fernando Prado, CMF
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