Jesús es el gran signo que sus contemporáneos no acaban de comprender, al igual que sucedió en su tiempo con Jonás o con Salomón. A aquellos hombres y mujeres de entonces les sucedía lo mismo que a aquellos a los que “El Principito” de Saint Exupery les advertía : “lo esencial es invisible a los ojos… sólo se ve con el corazón”.
Tal vez les sucediera que, deseosos de ver signos impactantes, palpables y evidentes, se les escapaba (se nos escapa) aquello que realmente sucede al mirar la realidad con otra profundidad. Esa es la “mundanidad espiritual”, la gran tentación de creer que Dios va a actuar como humanamente esperaríamos que lo hiciera.
Sin embargo, Dios no actúa en el mundo de una manera evidente, apabullante, impactante. El Reino de Dios, nos lo dijo Jesús, crece solo, por su propia fuerza, lentamente, como el granito de mostaza, como la pequeña pizca de levadura que fermenta la masa. Comprender los signos no solo depende de quien los hace, sino de quien los ve.
Al creyente se le pide, precisamente, que sea “creyente”, que tenga fe y confianza. Esta actitud es la que marca la diferencia. El creyente sabe que Dios no puede dejar de ser fiel a sí mismo. Dios va haciendo su camino, incluso a pesar de nosotros. Él tiene sus tiempos. Él es el más interesado en llevar su plan adelante. Creer lo contrario es caer en la mundanidad espiritual, en la tentación de la desconfianza, de la autosuficiencia. No hacen falta grandes trompetas ni signos espectaculares.
Basta con escuchar, desde la profundidad, esa voz que nos dice, como a San Pablo: “te basta mi gracia”. Tú confía en la promesa: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los tiempos”.
Tu amigo y hermano,
Fernando Prado, CMF
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