Queridos hermanos,
Para cualquier discípulo de Jesús el domingo es especial. Todos los días son buenos para alabar a Dios Padre y cantar su gloria, pero la reunión dominical de la comunidad tiene un significado peculiar. ¡Ojalá fuéramos capaces de recuperarlo en las partes del mundo en las que se ha adormecido! ¡Qué bonito ejemplo el de aquellos mártires que decían que sin celebrar el domingo no podían vivir!
Pero me atrevo a decir más: qué bueno sería que recuperáramos el valor de otros días, de esos que el calendario llama ‘fiestas del Señor’ y que están repartidos durante todo el año. Hoy celebramos uno de ellos: su presentación en el templo. Otros serán la encarnación del Señor, su transfiguración, la exaltación de la cruz…
La Iglesia nos propone hoy una liturgia bien hermosa cuya belleza percibieron de un modo especial generaciones y generaciones de antepasados nuestros. Son aún miles los lugares del mundo en los que en torno a la Luz, las Candelas, la Candelaria, los cristianos recuerdan este misterio.
Desde 1997 -y en 2016 de un modo especial-, la Iglesia asocia este día a la vida consagrada. Hoy se clausurará el Año que la Iglesia Universal ha querido dedicar a esta forma de vida. Juan Pablo II instauró la Jornada a finales del siglo XX con unos objetivos que no se acaban de lograr. El fundamental, que todo el Pueblo de Dios alabe al Padre por la vida consagrada y la conozca cada vez mejor para estimarla más. En muchas partes del mundo los religiosos se reúnen llenos de gozo en esta fecha, pero no se ha logrado que el resto del Pueblo de Dios participe en la fiesta.
En 2006 Benedicto XVI presidió por primera vez la jornada y destacó la presencia en el evangelio de hoy de “Cristo, el Consagrado del Padre, el primogénito de la nueva humanidad”. Este es el Niño que entra en el templo, luz de las naciones y gloria de Israel, el consagrado por antonomasia. Pero el Papa Ratzinger añadió un comentario profundísimo: la Palabra de hoy nos dice “que la mediación con Dios ya no se realiza en la santidad-separación del sacerdocio antiguo, sino en la solidaridad liberadora con los hombres”.
Lean de nuevo la frase. Pueden buscar la homilía y releerla. No la acabamos de entender. Seguimos pensando que la santidad pasa por la separación (sobre todo de aquello que consideramos no bendecido por Dios). ¡No! La santidad pasa por la solidaridad liberadora, por la cercanía, por la caridad, por el amor que distinguía a Jesús, María y José.
¡Sagrada Familia: seguid enseñándonos el camino del Evangelio!
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