Alas once treinta de la mañana, en esa hora intermedia entre el café y los vinos, salgo de la Biblioteca Municipal de hojear una duda en el Espasa y me voy hacia la Mota Vieja para dar mi paseo diario. El tiempo es frío y nuboso, hace un vientecillo que hiela la nariz y las orejas, me levanto las solapas del chaquetón y bordeando el mirador, como todos los días, disfruto a mi manera de este enclave privilegiado de Benavente por el que he soñado toda mi vida desde la lejanía.
Ya junto al Parador, cuando voy a girar para pasar a la Rosaleda, veo a mis amigos: Tomás -(físico jubilado)- y Manolo -(ex catedrático salmantino), que vienen dialogando animadamente por el paseo central y, mientras los espero, unas gotas de aguanieve se dejan sentir amenazadoras; al llegar a mi lado, me invitan a tomar algo en el Parador, entramos y nos dirigimos al bar de la Torre, pero una cadena nos cierra el paso y nos acomodamos, junto a un ventanal, en el confort de este inigualable lugar, a salvo de las inclemencias exteriores.
Pronto me doy cuenta de que sus comentarios son al respecto de una teoría publicada por Stephen Hawking, de titulo «El Gran Diseño». En su planteamiento cosmogónico, Stephen Hawking, explica que existen incontables universos que han sido creados desde la nada y sin la intervención de ninguna fuerza sobrenatural, siguiendo el proceso normal de la Ley Física y, por tanto, elimina al Dios Creador; mantiene que todo esto sucedió en el momento impreciso de una fluctuación cuántica. Asegura que en los infinitos universos habrá tantos donde se repitan las condiciones que determinan nuestra existencia como humanidad que, por repetición, la vida humana no tiene valor ninguno.
Me quedo perplejo y, por sus razonamientos, comprendo que no comparten la teoría de Hawking, porque, según Tomás, olvidando los posibles motivos religiosos, no existen medios matemáticos ni pruebas que la justifiquen y la física es una ciencia experimental y cuantificable; y, sigue diciendo, yo entiendo que Hawking, no pospone a Dios, lo descubre en los principios físicos con el matiz de la imprecisión cuántica; y lo matiza diciendo que la teoría cuántica es imprecisa en lo referente a los sucesos. Además se desconoce la probabilidad de que un suceso estimado suceda en un momento determinado y recuerdo saber que, por esto, surgió un conflicto entre Einstein y Bohr en el V Congreso de Física en 1927, donde Einstein, dijo la famosa frase: «Dios no juega a los dados con el Universo».
Mi amigo Manolo, más filósofo que matemático, comenta su impresión del libro diciendo: «Yo he visto que hay una opinión previa, preconcebida y axiomática que anula el valor científico de la tesis, es la religión de los ateos: Dios no existe y además lo impongo. En Benavente, vivimos la experiencia de los «Tira Cruces», que tomaron el poder y, con nocturnidad y alevosía, nos despertamos con una cruz derribada. Estimo que la ciencia está para explicar y comprender los fenómenos enigmáticos de la naturaleza y no, precisamente, para probar la inexistencia de Dios. Ante esta postura que pretende ser racional se opone la experiencia; ya dijo Cicerón, «no existe pueblo por primitivo que sea que no tenga religión». El sentimiento transcendente lo lleva el hombre muy arraigado, lo expresa el salmista en su verso cuando dice «mi alma tiene deseos de ti, Dios mío».
En este punto apostillo a Manolo diciéndole: «Lo que yo no puedo creerme a pies juntillas es eso que dice la Biblia, que «Dios dijo, ¡hágase! y se hizo».
Manolo, me atropella en su respuesta y airado me contesta: «Mi querido amigo, eso está muy cerca de la mecánica cuántica y de todo el Big Bang. Acaso la palabra no es un movimiento del éter por el que se transmite un sonido con matices personales de quien lo produce y por medio del cual se puede transmitir una orden, un pensamiento y crear un estado de ánimo. Qué mejor manera de expresar en una parábola un concepto tan complejo y hacerlo asequible a la mente humana.
Dice san Juan, al inicio de su Evangelio: «Al principio ya existía la palabra y la palabra estaba frente a Dios y la palabra era Dios». Hawking, tal vez, esté ciego y dando vueltas alrededor de este esquema de hace 2.000 años.
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