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Febrero 13 de 2011, 03:00
P. Toño Parra Segura
Continua Jesús en el Sermón de la Montaña, programa de su vida y mensaje vital para todos sus seguidores y exhorta a sus discípulos a vivir la ley evangélica.
Lo había advertido en otras ocasiones que Él no venía a suprimir la Ley sino a transformarla para poder entrar en el Reino de su Padre.
Hace entonces, la comparación y la de los escribas y fariseos, dispendiosa, llena de artículos hasta llegar a decir cuántos pasos se podían recorrer el día sábado, que era el día de descanso obligatorio.
Él resume su ley en dos grandes propuestas: el amor a Dios y el amor a los hermanos. Hay que hacer de la religión una fraternidad donde el amor al hermano sea el signo visible del amor de Dios. Para Jesús, el amor de Dios se verifica amando al prójimo, convertirse a Dios es convertirse al hermano necesitado y hacer justicia, y mejor culto a Dios es la solidaridad con el hermano.
El “no matarás” precepto antiguo sigue vigente, pero Jesús rechaza hasta el simple enojo con le hermano y nos dice: “si en el momento de presentar tu ofrenda, te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja ahí tu ofrenda y ve primero a reconciliarte con tu hermano y después ven a presentar tu ofrenda”. Hasta ahí llega el gran cambio con la ley de los escribas y fariseos que despreciaban tanto al pecador.
La antigua ley prohibía el adulterio y tenían pena de muerte las adúlteras; en la perfección de la nueva ley, la simple mirada de lascivia corrompe el corazón, que es el centro del amor.
El juramento era algo sagrado y el hacerlo en falso tenía castigos severos; Jesús nos invita a reemplazar los signos externos para acostumbrarnos simplemente a decir la verdad. Decir “sí” o “no” es el eco de una verdad sentida.
Qué cambios tan sencillos nos propone el Señor, para dejar tanto legalismo moral y ritual y acercarnos con amor donde el prójimo lo requiera y solicite. Recordemos que el examen final para poder entrar en el Reino es la lista de buenas obras hechas al prójimo por amor de Dios (Mt. 25, 31-46).
El culto y la ofrenda son necesarios, y el Señor los acepta, pero con la condición de que sean expresión y fuente de crecimiento del amor, por el que Jesús vino y entregó su vida (Puebla 916, 923).
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