El Señor
Amor de Mis dolores, quiero que hablemos del Cielo. Lugar del que deben hablar, para animar a Mis hijos a trabajar por su conquista… Me transfiguré ante Mis apóstoles para que vieran la belleza de Mi semblante divino. Lo que irradia de él.
El Cielo, hijos Míos, es un bien tan grande, que Yo quise morir en la Cruz para abrirles la entrada en él. Los bienes, las alegrías y dulzuras pueden conquistarse, más ustedes no podrían comprenderlo aunque Yo se los explicara. Lee 1ª Corintios 2, 9.
Piensen, si en este mundo pueden presentarse a ustedes cosas que agradan a sus sentidos, cuántas otras hay que los afligen. Si les gusta la luz del día, los entristece la oscuridad de la noche; si les complace la primavera y el otoño, los aflige el frío del invierno y el calor del verano. Añadan a esto las penas y preocupaciones que les ocasionan las enfermedades, las persecuciones, las incomodidades de la pobreza… Las angustias del espíritu, los miedos, las tentaciones del demonio, la ansiedad de la conciencia, la incertidumbre de la salvación eterna.
En el Cielo no hay muerte, ni temor de morir; no hay dolor ni enfermedad, ni pobreza, ni calor. Sólo hay un día eterno siempre sereno, una primavera contínua florida y deliciosa porque todos se aman tiernamente y cada cual goza del bien del otro como si fuese suyo. En el Cielo no hay temor a perderse, porque el alma, confirmada en la gracia divina, ya no puede pecar ni perderse.
Allá se encuentra todo cuanto puedan desear, hijitos… Todo es nuevo: las bellezas, las alegrías, todo saciará sus deseos. Se saciará la vista viendo aquella ciudad tan magnífica, tan hermosa. Verán que la belleza de sus habitantes da nuevo realce a la belleza de la ciudad porque todos ellos visten como reyes, son reyes.
¡Qué placer tendrán al ver a Mi Madre, que se deja contemplar más bella que todos! ¡Oírla cantar, alabando a Su Dios!…
Todo esto son las dichas menores que hay en el Cielo. Su delicia principal será vernos cara a cara.
El premio que se les promete, no es solamente la belleza, la armonía y los otros bienes, sino Yo mismo que Me dejo ver por los bienaventurados. Así, los goces del espíritu aventajan a los goces de los sentidos.
El amarme aun en esta vida, ¿no es cosa dulce? ¿te imaginas cuánta dulzura producirá el gozar de Mí? ¿cuánta dulzura experimenta un alma a la cual manifiesta Mi padre en la oración Su bondad, su Misericordia y, especialmente el amor que le demostré en Mi Pasión? ¿qué sucederá entonces, cuando se levante este velo y puedan vernos cara a cara? Contemplarán toda Nuestra belleza, Nuestro poder, Nuestras perfecciones, todo el amor que les tenemos.
La mayor aflicción de las almas que Me aman, es el temor de no amarme y nos ser amadas por Mí. Pero en el Cielo, el alma está segura de que ama y de que es amada por Mí. Ve que la tengo abrazada con amor inmenso y que este no se acabará jamás. Ese amor crece entonces con la convicción de lo mucho que la amé cuando Me ofrecí en sacrificio por ella en el madero de la Cruz y Me convertí en manjar, en alimento, en la Eucaristía.
Es ahí cuando verá claramente todas las gracias que le He concedido para preservarla del pecado y atraerla a Mi amor. Verá que aquellas tribulaciones, aquella pobreza, aquellas enfermedades, persecuciones que ella consideraba desgracias, no fueron otra cosa que amor y medios de los cuales Me serví para conducirla al Paraíso.
Verá todas las inspiraciones amorosas y la Misericordia que derramé sobre ella, después que ella Me despreció con sus pecados. Verá tantas almas, condenadas en el abismo del infierno, tal vez en apariencia menos culpables que ella y se alegrará de verse salvada y segura.
Hijos Míos, los placeres del mundo no pueden saciar sus deseos. Al principio embriagan sus sentidos, pero se van embotando poco a poco y ya no les causan ilusión. En cambio, los bienes del Cielo sacian siempre y dejan contento el corazón. Y aunque sacian plenamente, siempre parecen nuevos, siempre deleitan, siempre se desean, siempre se obtienen. Así el deseo no engendra el fastidio porque siempre queda satisfecho y la saciedad no engendra disgusto, porque va siempre unida al deseo. De ahí que el alma permanece siempre saciada y siempre deseosa de aquellos goces: Así como los condenados son vasos llenos de ira, los bienaventurados son vasos llenos de Misericordia y alegría porque no tienen más que desear.
Créanme, hijitos, dicen haber hecho poco los Santos y Mártires, para conseguir el Cielo ¿qué vale todo cuanto han sufrido comparado con aquel mar de eternos goces, en el que permanecerán eternamente?
Anímense, hijos Míos, para sufrir con paciencia cuanto les toque padecer en este tiempo que queda, porque todo es poco, y nada se compara a la gloria del Cielo.
Cuando los aflijan los dolores de la vida, levanten los ojos al Cielo y consuélense con la esperanza del Paraíso. Allí los espera Mi Madre, allí los espero Yo, con la corona en la mano, para coronarlos de reyes de aquel Reino que no tiene fin…
Pidan, hijitos, por la gracia de la perseverancia en la conversión. Quien se encomienda a Mi Madre, obtendrá esta gracia. Mediten Mi Pasión y pidan que Mi Angel los consuele y fortalezca…
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