Las diferencias que matan y la muerte que une
La
persona de Jesús difícilmente deja indiferente a nadie. Incluso quienes
se encuentran en cierto sentido en las antípodas de lo que Cristo
representa han experimentado la fascinación de su persona, y muchos de
ellos han tratado de atraer su figura hacia su propia posición. Los
ilustrados del siglo XVIII vieron en Jesús a un maestro de la moralidad
racional que ellos defendían, los revolucionarios de todo signo han
querido ver en él una encarnación de sus propios ideales de subversión
del orden (o desorden) establecido. Hasta el gran profeta del ateísmo y
negador radical del cristianismo, Nietzsche, vio en Jesús una de las
manifestaciones históricas del superhombre, si bien finalmente fallida.
Como personaje histórico que es, Jesús está abierto a las más variadas
interpretaciones de su persona y su vida. Aunque, con frecuencia, esas
interpretaciones no son más que una proyección de las ideas de quienes
las hacen, más que una apertura verdadera al mismo Jesús de Nazaret.
También en tiempos de Jesús corrían diversas opiniones sobre su persona,
pues tampoco en aquel tiempo dejaba indiferente a casi nadie. Las
diversas opiniones sobre la identidad de Jesús tenían sobre todo, como
era lógico en aquel tiempo y contexto social, una clave religiosa. De
ahí que las respuestas que los discípulos dan a la pregunta inicial de
Jesús, “¿qué dice la gente que soy yo?”, apunten a la figura más
característica de la experiencia de Israel, el profetismo: Juan el
Bautista, Elías, uno de los antiguos profetas. Pero esta primera
pregunta no es más que el preámbulo de la verdadera pregunta, la que en
realidad importa: “y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”; es decir, tú,
¿qué dices de mí? ¿Quién soy yo para ti? Es una pregunta inevitable, que
todo creyente en Cristo tiene que plantearse alguna vez, o, mejor, que
Jesús, de un modo u otro, plantea inevitablemente a todo creyente.
Esto es así porque la fe, en muchos casos heredada por tradición, tiene
que ser en algún momento asumida personalmente. La pregunta se plantea y
puede ser respondida sólo después de un cierto conocimiento de Jesús.
Por eso, en la experiencia de muchos de nosotros, no es preciso
denigrar, como a veces se hace, el hecho de haber recibido la fe en la
infancia, como si esto fuera una pura imposición. Que no lo es
necesariamente lo revela el que siempre llega el momento en que hemos de
asimilar como propio (o rechazar) el bagaje (no sólo el religioso)
recibido en los primeros años de nuestra vida. De hecho, así se puede
entender el hecho de que Mateo narre este episodio justamente en la
mitad de su evangelio, cuando, tras un breve y aparente éxito inicial,
muchos de los que siguieron a Jesús lo han abandonado, y él se dirige a
Jerusalén, donde le espera la muerte en Cruz. Se trata de una
encrucijada vital en la que los discípulos tienen que definirse y tomar
partido.
Lucas, en el texto que hemos leído hoy, subraya otro contexto de la
pregunta, no menos importante: es un contexto de oración. Indica,
significativamente, que se trata de la oración de Jesús a solas, a una
soledad a la que se acercan los discípulos. Es decir, los discípulos
rompen la soledad de Jesús (los discípulos verdaderos son lo que no le
dejan solo), y, además, se introducen en su misma oración. La oración
del cristiano significa participar en la oración de Cristo: retirarse
para orar no es apartarse, sino entrar en relación, en primer lugar con
Jesús; y, a partir de él, con todo el mundo. Y es, precisamente, este
contexto de oración y de relación viva con él el que permite responder
adecuadamente a la pregunta. La respuesta de Pedro, en nombre de todos
los demás, no es una respuesta estándar, una opinión común, o una mera
verdad teórica aprendida en algún libro y sin implicaciones vitales. No
expresa lo que “se dice” de Jesús, sino la propia experiencia personal,
mi respuesta a la pregunta dirigida a mí. Es decir, esta respuesta es
una confesión de fe, que manifiesta una relación profunda de confianza y
pertenencia. El que así confiesa habla de un vínculo vital lleno de
consecuencias, positivas pero también peligrosas, pues está expresando
la voluntad de compartir con el Maestro, en el que se reconoce al Ungido
(Cristo) enviado por Dios, su vida y su destino.
El momento de la asunción personal de la fe implica, ciertamente, un
paso hacia la madurez de la vida cristiana. No significa esto que se
sepa ya todo, que se conozca todo lo que se sigue para la propia vida de
esta confesión y este vínculo de fe. Significa que la relación con
Cristo ya no es sólo cuestión de herencia cultural, de nacionalidad o de
contagio sociológico, sino que es una decisión personal, y una decisión
de fe, por la que se deposita la propia confianza en aquel que porta en
sí el Reino de Dios y nos abre las puertas a la filiación divina.
Sólo cuando se ha dado este paso hacia la fe madura se puede producir
la revelación por parte de Jesús del sentido, extraño y paradójico, de
su mesianismo. No se trata de un mesianismo triunfal, que se impone y
vence por la fuerza sobre los enemigos, sobre los “demás”, por ejemplo,
sobre los que no confiesan su nombre. Al contrario, Jesús empieza a
hablar desde este momento (precisamente a sus discípulos, al pequeño
círculo de los que han dado este paso de fe) de la necesidad de que el
Hijo del hombre sufra, sea rechazado, condenado y entregado a la muerte.
Incluso para los creyentes que han dado el paso de una confesión
personal resulta difícil aceptar este extraño mesianismo. Todos tenemos
metida hasta los tuétanos la idea de una victoria sobre los que, de un
modo u otro, consideramos enemigos o rivales. Sin embargo, si en el caso
de Cristo hubiera sido así, si hubiera usado su autoridad y su poder
para derrotar, someter o destruir a “otros”, a determinados grupos, por
ejemplo, nacionales, como los romanos invasores y ocupantes de su
patria, o ideológicos, como los saduceos y los herodianos, detentadores
del poder y colaboracionistas, o cualesquiera otros, lo único que habría
hecho es instaurar una división más entre los seres humanos, entre
“buenos” (en cualquier sentido) y “malos”, entre propios y extraños,
entre amigos y enemigos. Al entregarse a la muerte, Jesús, en primer
lugar, asume el destino de todos los seres humanos sin excepción, pues
todos hemos de pasar por el amargo trance de la muerte; al asumir una
muerte violenta e injusta, no se somete simplemente al puro hecho
biológico del final del ciclo vital, sino que toca y asume sus raíces
morales, ese “no deber ser” con que nos topamos tantas veces en la vida,
que algunos padecen con especial crueldad y que pone en cuestión
incluso el sentido relativo de nuestro breve paso por este mundo.
¿No son nuestras cerrazones, nuestros egoísmos, nuestra tendencia a
excluir y discriminar por cualesquiera motivos, una de las raíces
principales del sufrimiento de los hombres y de las injusticias de
nuestro mundo? Somos proclives a levantar murallas físicas,
psicológicas, legales, que nos separan de “otros”, considerados
indeseables en cualquier sentido. Es evidente que Jesús no ha venido a
establecer nuevas fronteras, sino a eliminar y superar precisamente
aquellas que son fruto del odio, la discriminación y la injusticia (pues
aquí, es claro, no estamos hablando de problemas administrativos ni
aduaneros). Pero, si esas fronteras excluyentes e injustas provocan
sufrimiento y muerte, Jesús ha asumido ese precio para, removiéndolas,
hermanarnos a todos en torno a sí, hijo del Padre, haciéndonos
partícipes de su misma filiación. Lo entendió bien Pablo cuando exclama
que la fe se expresa en el bautismo, por el que nos revestimos de Cristo
y superamos así esas barreras raciales y religiosas, nacionales,
sociales y sexuales, de modo que, en él, podemos descubrir los profundos
vínculos que nos unen.
Aceptar a Cristo por la fe, como Pedro hoy, significa aceptar el
mesianismo de la Cruz, y esto implica aceptar la cruz en nuestra vida
cotidiana. Seguir a Jesús, negarse a sí mismo, tomar la cruz de cada
día, todo esto significa asumir el límite propio y ajeno, y no hacer de
él una excusa para no amar, para excluir o para aislarse. Existen
límites de muy diverso tipo que separan y enfrentan. Asumir el límite y
tratar de superarlo es como morir un poco, pues ello comporta
sufrimiento. Pero ese es el precio del verdadero amor. Ama de verdad el
que está dispuesto a sufrir por la persona amada. Y el que acepta el
reto del amor ya no acepta barreras, fronteras y divisiones que nos
hacen extraños unos a otros, sino que, sabiendo que no siempre es fácil,
que no hay garantías absolutas de éxito, que, en ocasiones, esa forma
de vida comportará sufrimiento, pese a todo, vive abierto y dispuesto a
reconocer en cualquier hombre o mujer, sin importarle su raza, condición
social, ideología o confesión religiosa, a un hermano y hermana suya.
Con frecuencia esa actitud tendrá la apariencia de una derrota, de una
pérdida, de una negación, pero, al estar vinculada al Cristo en quien
hemos depositado nuestra fe y nuestra confianza, y que murió por amor y
resucitó para darnos nueva vida, se tratará en realidad de una victoria
definitiva, de una ganancia que ya nadie podrá arrebatarnos.
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