“Corpus Christi”, el memorial de una pasión
Después
de la solemnidad de la Santísima Trinidad, el segundo gran destello de
la Pascua es la solemnidad que tradicionalmente se celebraba el jueves
después del Domingo de la Trinidad, y que ahora se ha trasladado al
domingo siguiente, el que hoy celebramos, la solemnidad del Cuerpo y la
Sangre de Cristo.
El cuerpo es ante todo presencia, cercanía, contacto. Pero también
expresa nuestra debilidad, lo vulnerables que somos. Cuando el Verbo de
Dios asumió un cuerpo humano y tomó carne, se hizo al mismo tiempo
presente y expuesto. Su cercanía corporal habla de la proximidad humana
de Dios, de su voluntad de ser accesible, abordable. Pero esta cercanía
le hace asumir la debilidad humana, su vulnerabilidad, su carácter
mortal. Por su cuerpo Jesús puede tocarnos sanándonos, y podemos tocarlo
nosotros para que nos transmita su fuerza (cf. Mc 5, 25-30), pero
también puede ser golpeado, azotado, herido hasta la muerte. La
encarnación no es una mera apariencia y, por eso, incluye la
participación plena en la humana finitud. De ahí que algunos Padres de
la Iglesia dijeran que “si alguno pregunta por el misterio se sentirá
llevado a afirmar más bien, que no fue su muerte una consecuencia de su
nacimiento, sino que él nació para poder morir” (San Gregorio
Nacianceno). Y es esa condición mortal la que le hace plenamente humano,
“uno de los nuestros”.
El misterio Pascual, la muerte y resurrección, universaliza la
presencia de Cristo, de manera que ya no está limitado por el espacio y
el tiempo. Pero, entonces, ¿cómo garantizar el acceso “corporal” a la
humanidad de Cristo?
Jesús prolonga su presencia física en la Eucaristía. No es casualidad
que eligiera como signo y realidad de su presencia cosas tan sencillas y
normales como el pan y el vino. De esta manera subraya, de nuevo, el
compromiso con la cotidianidad. Dios no nos aliena, no nos saca de
nuestra realidad, sino que se hace presente en ella y en ella alimenta
nuestra vida. La Eucaristía es un “memorial”, el memorial de su pasión:
no el mero recuerdo de algo pasado, sino una actualización, que nos hace
realmente partícipes del acontecimiento pascual. En el texto de la
carta a los Corintios, escrita relativamente pocos años después de la
vida terrenal de Jesucristo, Pablo nos habla ya de una “tradición”
procedente del mismo Señor y que él trasmite a sus fieles. Pablo, que
tenía a gala ser apóstol por elección del mismo Cristo, pese a no haber
convivido con el Jesús histórico, enfatiza de este modo la realidad
fuerte de la Eucaristía, por la que participamos de modo no sólo
simbólico en la pasión de Jesús.
Cuando Pablo, como también Lucas, recoge el mandato de Jesús al final
del gesto eucarístico, “haced esto en memoria mía”, el esto que Jesús
nos manda hacer se refiere a un memorial de su pasión que nos pone en
contacto con toda la vida de Cristo, con todo su misterio. Por eso,
hacer esto significa vivir como Él vivió, entregado a hacer la voluntad
de su Padre, y dando la vida por amor, por los suyos, por todos.
Participar en la Eucaristía no puede reducirse a “cumplir” con una
obligación pesada, no consiste en “ir a misa”, sino que tiene que ser
una escuela de comunión con Cristo, que nos enseña a abrirnos a Dios, a
su voluntad de Bien y de amor, y, en consecuencia, a los demás, a sus
necesidades reales. Como afirma Juan “quien dice que permanece en él
debe vivir como vivió él” (1Jn 2,6).
Y es que Jesús, mediante los signos del pan y el vino, nos recuerda
también que la salvación que nos ha traído no es sólo algo del
“espíritu” (la “inmortalidad del alma”, por ejemplo), sino que se trata
de una salvación integral que afecta al hombre entero, su cuerpo y su
espíritu, su intelecto, su voluntad y sus sentimientos, su
individualidad personal y sus relaciones. El pan nos habla de las
necesidades más elementales y cotidianas, de las vive el hombre, aunque
no sólo de ellas, como recordaba Juan XXIII: “no sólo de pan vive el
hombre, pero también de pan”. El vino expresa la dimensión festiva que
también está presente en la vida del hombre y, por tanto, en la vida
cristiana y en la Eucaristía: “el vino que alegra el corazón del hombre”
(Sal 104, 15).
Pero el pan y el vino juntos, como cuerpo y sangre de Cristo presentes
en la Eucaristía, nos hablan también de una mesa común en la que los
hermanos se comunican y comparten. No es la mesa eucarística la reunión
sectaria de un grupo de iluminados, sino una mesa abierta a las
necesidades de todos.
Por eso el Evangelio de hoy recoge una situación tan eucarística como
la multiplicación de los panes. Ante la multitud hambrienta y en
descampado, los discípulos quieren despedirlos: ya han recibido el
alimento del espíritu, que se busquen ahora ellos mismos la vida (es
decir, el pan). Pero Jesús les lanza un desafío que parece un imposible:
“Dadles vosotros de comer”. La respuesta de los apóstoles no se hace
esperar: “No tenemos más que cinco panes y dos peces…” No podemos
afrontar con nuestras fuerzas y medios limitados una necesidad tan
grande.
También hoy nos dice Jesús a nosotros, cuando le hablamos de las
necesidades y los males de nuestro mundo: “dadles vosotros de comer;
responded vosotros a esas necesidades, poned fin a la injusticia, a las
guerras…”. Y también nosotros tendemos a las evasivas: ¿qué podemos
hacer ante tantos problemas y tanto mal, cuándo somos tan limitados y
tenemos tan poco?
Jesús nos enseña hoy que si le entregamos lo poco que tenemos, Él tiene
el poder de multiplicar eso poco de modo que alcance para todos. La
Eucaristía es alimento para el espíritu, pero también es una escuela de
amor y de solidaridad, en la que aprendemos a compartir nuestros bienes
con los necesitados. El que podamos hacer poco no es excusa para dejar
de hacer precisamente ese poco, que es la contribución que podemos y
debemos hacer para, dándosela a Cristo, saciar el hambre de los
hambrientos de pan y de sentido.
Como botón de muestra, basta que pensemos en múltiples comunidades
cristianas en muchos países, entre otros en Rusia, pero también en Asia,
África e Iberoamérica, que pueden subsistir y llevar adelante sus
proyectos eclesiales y sociales gracias a las ayudas de cristianos de
países como Alemania, Italia o España. Si se sumaran a esa red de
fraternidad muchos más de los que se confiesan cristianos “pero no
practicantes”, por ejemplo, participando más activamente a la vida de la
Iglesia, también acudiendo a la reunión dominical a la Jesús llama a
sus discípulos para darles, y también para pedirles, a muchos más
llegaría esa ayuda multiplicada por la acción eucarística de Jesús, que
“tomó los panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la
bendición, los partió y se los dio a los discípulos para que los
distribuyeran a la gente”. Comieron y se saciaron los presentes, y
todavía sobró para continuar multiplicando la red de fraternidad y ayuda
a los necesitados que, inevitablemente, se forma en torno a Jesús, a su
cuerpo entregado y a su sangre derramada.
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