Queridos hermanos:
“Llega el Reino de Dios; creed en la Buena Noticia” (Mc 1,15). Ese grito entusiasta y esperanzado de Jesús no carece de precedentes; empalma literalmente con pasajes veterotestamentarios como el del libro de Daniel que leemos hoy. Este libro apocalíptico, es decir, “de revelación esperanzadora”, no de catástrofe y caos como suelen entender el término los periodistas, se vale con profusión de la alegoría, es decir, del uso traslaticio-simbólico de los términos, lo que no equivale a uso enigmático o ininteligible. En el caso que hoy nos ocupa no hace falta echar imaginación al texto, pues él mismo nos explica paladinamente el significado de los diversos elementos simbólicos.
Según un recurso generalizado en la apocalíptica, el autor, del siglo II antes de Cristo, se sitúa ficticiamente cuatro siglos atrás y dice contemplar la sucesión de cuatro imperios (que él ya conoce por la historia política de su pueblo: “vaticiniua ex eventu”). De ahí que los describa con notable exactitud. Particularmente se fija en lo que fue el imperio babilónico por sus afinidades con el imperio siro-seléucida (bajo el que al autor le toca vivir). Cada imperio queda calificado según su mayor o menor fortaleza y todos tienen el denominador común de haber sido fuente de sufrimiento para el pueblo de Dios. Pero nada sucede al margen del control divino: Dios sigue siendo Dios y el pueblo elegido “sabe de quién se ha fiado” (cf. 2Tim 1,12) y no puede perder la esperanza. El autor le promete, para muy pronto, una acción salvífica poderosa de ese Dios; según el gusto de la época, la describe como movimientos geológicos “sin intervención humana”; es obra del Dios del cielo.
Fruto de tal intervención será la aniquilación de los poderes del mal (pulverización de los imperios) y la aparición de un monte que es el Reino de ese mismo Dios: “nadie hará el mal en todo mi monte santo” (Is 11,9). Las características del Reino sólo se intuyen; ni se conocen por la historia transcurrida (¡el reino del mal sí!) ni las puede abarcar la imaginación: son “lo que ni el ojo vio ni el oído oyó ni subió a la imaginación humana” (1Cor 2,9). Por eso, tampoco Jesús explicó en qué consistía el Reino: pronunció unas parábolas y realizó unos signos que apuntan hacia su realidad íntima e inabarcable.
A veces tenemos la impresión de que el mal adquiere dimensiones gigantescas, que es ya imparable y que la historia se precipita al abismo. Nos parecemos a algunos contemporáneos de Daniel y Jesús; y, como a ellos, se nos hace la gran advertencia: el mal y el dolor no tienen la última palabra, Dios es más fuerte que el pecado y que la muerte. En consecuencia, el auténtico creyente es siempre una persona esperanzada, que no transmite derrotismo sino ganas de vivir, que, incluso detrás de la sangre o de los nubarrones, percibe la gloria de Dios y la felicidad humana que está alboreando.
Cierto que el pecado y sus secuelas se resisten a retroceder e intentan combatir al bien. Por eso el evangelista, también en lenguaje apocalíptico, habla de terremotos, guerras y cataclismos. En realidad no le preocupa la cosmografía ni la mera política, sino el morir y renacer que debe darse en el interior de cada creyente, y como consecuencia, también en las relaciones humanas y sociales. Muchos discuten hoy si, tras determinadas tensiones entre pueblos o grupos sociales, deba haber “vencedores y vencidos” o no. La Palabra de Dios no duda: el destino del mal es ser aniquilado, hasta que la creación entera “participe de la gloria de los hijos de Dios” (Rm 8,21) y Dios “lo sea todo en todos” (1Cor 15,28). Y la aparición gozosa de una nueva vida suele llegar precedida por los dolores del parto, pasajeros y fecundos.
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf
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