Por: P. Jürgen Daum
El mandamiento principal nos coloca ante una pregunta esencial: ¿cuánto amo yo a Dios? ¿Mucho? ¿Con todo mi ser? ¿Más que a nada en este mundo? ¿Más que a nadie en la vida? ¿Más que a mi propia vida?
Pero, ¿por qué nos exige Dios un amor semejante? ¿Es Dios un egoísta, que nos ha creado para sentirse amado? ¡No! Dios, que es amor, no necesita de nuestro amor. ¡Somos nosotros quienes necesitamos de su amor, para alcanzar la plenitud de la comunión y de la felicidad para la que hemos sido creados por Él! ¡Mirémonos a nosotros mismos! ¿No anhelamos inmensamente la felicidad, ligada tan íntimamente a la experiencia del amor? Así pues, más que beneficiar a Dios, el mandamiento del amor te beneficia inmensamente a ti y a mí, porque habiendo sido creados por Dios-amor para la comunión en el amor, seremos plenamente felices en la medida en que amemos con el amor que viene de Dios.
Así, quien se esfuerza en cumplir este mandamiento y ama a Dios sobre todo, lejos de limitar su amor, lo purifica, lo hace madurar, lo acrecienta inmensamente, lo expande y lo abre a los demás, porque al amar a Dios conecta con la fuente última y única de su amor, y nutrido de ese amor se hace capaz de amar con el amor de Dios mismo, a sí mismo y a sus semejantes. ¡Y para el ser humano no puede haber un amor más grande, más profundo, más hermoso y más realizante que ese!
Pero, ¡qué difícil es amar así a Quien no vemos! Al mirar nuestra propia experiencia, tenemos que admitir que por más que lo queramos se hace difícil amar así a Dios. En verdad, es fácil decir que amamos a Dios, y que lo amamos muchísimo incluso, pero sin embargo, en el momento de hacer una opción radical en favor de Dios, resulta que no siempre lo amamos tanto como decimos. Así por ejemplo mostramos poco o ningún amor a Dios cuando preferimos nuestro descanso dominical o hacer otras cosas “más importantes” antes que encontrarnos con Aquél que nos convoca, nos habla, nos alimenta y nos envía en la Misa de cada Domingo. Mostramos poco o ningún amor a Dios cuando no oro con perseverancia, cuando abandono la oración porque “no siento nada”. Mostramos poco o ningún amor a Dios cuando no nos preocupamos por conocer y cumplir fielmente sus mandamientos (Ver Jn 15,10). Mostramos poco o ningún amor a Dios cuando luego de dialogar con la tentación cedemos a
l mal,
diciéndonos a nosotros mismos: “¡Qué más da, peco ahora, y luego me confieso!” Mostramos poco o ningún amor a Dios cuando por miedo a la incomprensión o por vergüenza ocultamos nuestra fe e identidad católica ante los demás. Mostramos poco o ningún amor a Dios cuando le decimos: “mira, yo te amo mucho, ¡pero no me pidas tanto!” Amamos poco o nada a Dios cuando preferimos aferrarnos a nuestros planes, riquezas, placeres, vanidades, seguridades, etc. etc.
Para amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todo el ser, hay que estar dispuestos a pronunciar siempre y en todo momento un “sí” fuerte, firme, valiente y decidido a todo lo que Él nos enseña y pide, tal y como lo hizo aquella joven ejemplar en cuyo corazón arde intensa la llama del amor a Dios: «¡He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra!» (Lc 1,38) Como Ella recomienda, hay que “hacer lo que Él nos diga” (Ver Jn 2,5).
También hay que saber pronunciar un “no” igualmente firme, radical, rotundo a muchas cosas que siendo ilícitas –o que aún siendo lícitas no me convienen– nos apartan de Dios o son obstáculo para cumplir su Plan. En ese sentido, por ejemplo, es esencial guardar fielmente los mandamientos que implican un “no” a todo aquello que es una falta de amor a Dios, a uno mismo y al prójimo.
MEDIOS CONCRETOS
1. Quien ama a Dios sobre todo, ama como Él. Nuestra vida está llamada a transformarse en una manifestación del amor de Dios para con todos nuestros semejantes, un amor que se hace palpable en la misericordia, la caridad y solidaridad con los demás. Crece en el amor a Dios quien crece en el amor concreto al prójimo. ¿Cómo puedo vivir más la caridad con el prójimo? Sirviendo y ayudando más en casa, perdonando de corazón a quien me ofende, tratando con amabilidad a todos, haciendo el bien a cuantos pueda, participando en algún voluntariado, evangelizando en todo momento con mis palabras, obras y/o testimonio de vida cristiana.
2. El amor a Dios nos da una fuerza inmensa para la lucha, para poder cumplir los mandamientos y las exigencias más radicales de la vida cristiana, para emprender las renuncias y los sacrificios más costosos y ganar las cumbres más elevadas. Cuanto hagas, especialmente cuando algo te cueste mucho, hazlo por amor a Dios. Puedes hacerlo de esta manera: “Por amor a ti, Dios mío, hago esto que tú me pides…. o rechazo esto que no me hace bien, que me conduce al pecado o me aparta de ti”. Suplica al Señor las fuerzas necesarias ¡y PERSEVERA en el bien y en la buena obra!
3. Cuando ayudes a alguien, no temas mostrar que eres cristiano, que lo haces por amor a Dios, y no sólo por un sentimiento de compasión hacia él/ella. Es por ti, a través de tu buena obra, como esa persona está invitada a encontrarse con la misericordia y el amor que Dios le tiene. Medita: Mt 5,16.
¡A SER SANTOS!
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