VATICANO, 07 Nov. 12 / 10:49 am (ACI).- Queridos hermanos y hermanas:
El camino de reflexión que estamos haciendo juntos en este Año de la Fe nos lleva a meditar hoy sobre un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana: el hombre lleva en sí un misterioso anhelo de Dios.
Muy significativamente, el Catecismo de la Iglesia Católica se abre, precisamente, con la siguiente consideración: "El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar" (n. 27).
Tal afirmación, que aún hoy en muchos contextos culturales parece totalmente compartida, casi obvia, podría percibirse más bien como un desafío en la cultura secularizada occidental. Muchos de nuestros contemporáneos, de hecho, podrían argumentar no tener, para nada, deseo de Dios alguno.
Para amplios sectores de la sociedad, Él ya no es más el esperado, el deseado, sino más bien una realidad que deja indiferentes, ante la cual ni siquiera hay hacer el esfuerzo de pronunciarse. En realidad, lo que hemos definido como "el deseo de Dios" no ha desaparecido por completo y se asoma aún hoy en día, de muchas formas, en el corazón del hombre.
El deseo humano tiende siempre hacia ciertos bienes concretos, a menudo para nada espirituales, y, sin embargo, se enfrenta al interrogante sobre cuál es realmente "el" bien, y por lo tanto, a confrontarse con algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué es lo que realmente puede saciar el deseo humano?
En mi primera Encíclica, Deus Caritas Est, intenté analizar cómo esta dinámica se realiza en la experiencia del amor humano, experiencia que en nuestra época, se percibe más fácilmente como un momento de éxtasis, de salir de sí mismos, como lugar donde "el hombre percibe que está inundado por un deseo que lo supera.
A través del amor, el hombre y la mujer experimentan de un modo nuevo, el uno gracias al otro, la grandeza y la belleza de la vida y de lo verdadero. Si lo que experimento no es una mera ilusión, si realmente deseo el bien del otro como medio, también hacia mi bien, entonces debo estar dispuesto a descentralizarme, para ponerme a su servicio, hasta renunciar a mí mismo.
La respuesta a la pregunta sobre el sentido de la experiencia del amor pasa, por lo tanto, a través de la purificación y la curación de la voluntad, que requiere el mismo bien que se desea para el otro. Hay que ejercitarse, entrenarse y también corregirse, para que ese bien pueda ser querido verdaderamente.
El éxtasis inicial se traduce así como una peregrinación "como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios". (Encíclica Deus caritas est n. 6).
A través de este camino, el hombre podrá profundizar progresivamente en el conocimiento del amor, que había experimentado al principio. Y se irá vislumbrando, cada vez más, el misterio que representa: ni siquiera el ser querido, de hecho, es capaz de satisfacer el deseo que habita en el corazón humano, aún más, cuánto más auténtico es el amor hacia el otro, más queda en pie el interrogante sobre su origen y su destino, sobre la posibilidad que tiene de durar para siempre. Por lo tanto, la experiencia humana del amor tiene en sí un dinamismo, que conduce más allá de sí mismo y a encontrarse ante el misterio que envuelve toda la existencia.
Consideraciones similares se podrían hacer también con respecto a otras experiencias humanas, tales como la amistad, la experiencia de la belleza, el amor por el conocimiento: todo bien experimentado por hombre tiende hacia el misterio que rodea al hombre mismo; y cada deseo que se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que nunca se está totalmente satisfecho.
Sin lugar a dudas de este deseo profundo, que también esconde algo de enigmático, no se puede llegar directamente a la fe. El hombre, en definitiva, sabe bien lo que no le sacia, pero no puede adivinar o definir lo que le haría experimentar aquella felicidad que lleva en el corazón la nostalgia. No se puede conocer a Dios sólo por la voluntad del hombre. Desde este punto de vista sigue el misterio: el hombre es buscador del Absoluto, un buscador que da pequeños pasos de incertidumbre. Y, sin embargo, ya la experiencia misma del deseo, del "corazón inquieto", como le llama San Agustín, es muy significativa.
Ésta nos dice que el hombre es, en el fondo, un ser religioso (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 28), un "mendigo de Dios". Podemos decir con las palabras de Pascal: "El hombre supera infinitamente al hombre" (Pensamientos, ed Chevalier 438, ed Brunschvicg 434.). Los ojos reconocen los objetos cuando son iluminados por la luz. De ahí el deseo de conocer la misma luz que hace brillar las cosas del mundo y que, con ellas, enciende el sentido de la belleza.
En consecuencia, debemos creer que es posible también en nuestra época, aparentemente refractaria a la dimensión trascendente, abrir un camino hacia el auténtico sentido religioso de la vida, que muestra cómo el don de la fe no es absurdo, no es irracional. Sería muy útil para este fin, promover una especie de pedagogía del deseo, tanto para el camino de aquellos que aún no creen, como para aquellos que ya han recibido el don de la fe. Una pedagogía que comprende al menos dos aspectos.
En primer lugar, aprender a volver a aprender el gusto de las auténticas alegrías de la vida. No todas las satisfacciones producen en nosotros el mismo efecto: algunas dejan una huella positiva, son capaces de pacificar el ánimo, nos hacen más activos y generosos. Otras, en cambio, después de la luz inicial, parecen decepcionar las expectativas que habían despertado y dejan a veces detrás de sí amargura, insatisfacción o una sensación de vacío. Educar a saborear las alegrías verdaderas desde temprana edad, en todos los ámbitos de la vida –la familia, la amistad, la solidaridad con los que sufren, renunciar al propio yo para servir a los demás, el amor por el conocimiento, por el arte, por la belleza de la naturaleza–, todo esto significa ejercer el gusto interior y producir anticuerpos efectivos contra la banalización y el aplanamiento predominante hoy.
Los adultos también necesitan redescubrir estas alegrías, desear realidades auténticas, purificarse de la mediocridad en la que pueden encontrarse enredados. Entonces será más fácil dejar caer o rechazar todo aquello que, aunque en principio parece atractivo, resulta en cambio insípido, y es fuente de adicción y no de libertad. Y esto hará que emerja aquel deseo de Dios del que estamos hablando.
Un segundo aspecto, que va de la mano con el anterior, es no estar nunca satisfecho con lo que se ha logrado. Sólo las alegrías más verdaderas son capaces de liberar en nosotros aquella sana inquietud que conduce a ser más exigentes –querer un bien mayor, más profundo– y a la vez a percibir siempre con más claridad que nada finito puede llenar nuestro corazón. Así aprenderemos a tender, desarmados, hacia aquel bien que no se puede construir o adquirir por nuestros propios esfuerzos; a no dejarnos desanimar por la dificultad o por los obstáculos que vienen de nuestro pecado.
En este sentido, no debemos olvidar, sin embargo, que el dinamismo del deseo está siempre abierto a la redención. Incluso cuando éste se te adentra por malos caminos, cuando persigue paraísos artificiales y parece perder la capacidad de anhelar el verdadero bien. Incluso en el abismo del pecado no se apaga, en el hombre, la chispa que le permite reconocer el verdadero bien, de saborearlo, y de iniciar así un camino de ascesis, al cual Dios, por el don de su gracia, nunca nos hace faltar su ayuda.
Todos, por otra parte, tenemos necesidad de seguir un camino de purificación y de curación del deseo. Somos peregrinos hacia la patria celestial, hacia aquel bien completo, eterno, que nada nos podrá más arrebatar. No se trata, por lo tanto, de ahogar el deseo que está en el corazón del hombre, sino de liberarlo, para que pueda alcanzar su verdadera altura.
Cuando en el deseo se abre la ventana hacia Dios, esto ya es un signo de la presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia de Dios. San Agustín afirma:"Con la espera, Dios fortalece nuestro deseo; con el deseo ensancha el alma y dilatándola, la hace más capaz" (Comentario sobre la Primera Epístola de Juan, 4,6: PL 35, 2009).
En esta peregrinación, sintámonos hermanos de todos los hombres, compañeros de viaje, incluso de aquellos que no creen, de los que están en búsqueda, de los que se dejan interrogar con sinceridad por el dinamismo de su propio deseo de verdad y de bondad. Recemos, en este Año de la fe, para que Dios muestre su rostro a todos aquellos que lo buscan con corazón sincero.
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