Queridos amigos:
Hoy la primera lectura nos recuerda aquel momento clave del pueblo de Israel que fue construir y adorar “el becerro de oro”. Puede sonar un poco mitológico pero si te paras a pensar, es algo tan enraizado en nuestro corazón como la vida misma. Todos creemos en algo o en alguien. Todos adoramos a dioses o diosas… y me temo que la mayoría de veces, cuanto mayor es el “idolillo” construido, mayor es la distancia o desafecto con el Dios de la Vida, con el Otro que sostiene y cuida todo… le demos el nombre que le demos.
La diferencia es total: adorar algo que nosotros mismos construimos para tener el control hasta de nuestros afectos (¿o acaso adorar no es básicamente amar y entregar la voluntad a quien amamos?) o arriesgarse a acoger a un Dios vivo que “escribe su ley en unas tablas vivas”, que nos hace “hechura suya”, que nos imprime su amor en el alma.
Ciertamente, todo “becerro de oro” siempre será más vistoso y más seguro. Poner la vida y el corazón al servicio de un Dios que no vemos ni nos dice lo que hay que hacer a ciegas, siempre será más pequeño, más humilde, más arriesgado. Es como el grano de mostaza del Evangelio o como la mujer que amasa harina con levadura para poder disfrutar del pan algún día.
La elección es nuestra, como siempre. ¡Y cuánto cuesta elegir lo pequeño, aquello que actúa en la oscuridad de la duda y la desinstalación! ¡Y cuánto llena la vida y ensancha el alma, cuando a pesar de todo, dejamos los ídolos de todos los colores y alturas y nos sentamos a la sombra serena y fresca del árbol de mostaza donde anidan hasta los pájaros más pequeños! ¿Por qué no?
Vuestra hermana en la fe, Rosa Ruiz, misionera claretiana
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