Hoy toca en el Evangelio la explicación de la parábola del sembrador. Generalmente, con este texto meditamos en cómo hemos acogido la Palabra y cómo a veces la hemos ahogado y no la hemos dejado crecer. Terminamos sintiéndonos culpables y pensando que tenemos que hacer propósitos para acoger mejor la Palabra y ayudarla a crecer en nuestro corazón.
No está mal hacer esa meditación. Pero voy a proponerles que hagan una reflexión previa. Antes de pensar que la simiente que Dios pone en nuestro corazón es la Palabra que escuchamos o leemos, podemos pensar que hay otra Palabra, otra simiente, que Dios ha puesto en nuestro corazón. Mejor, sería bueno que nos diésemos cuenta de que el mismo corazón en que acogemos la Palabra es ya don de Dios para nosotros. Es decir, todo lo que somos es don de Dios. No sólo la simiente, también la tierra es regalo de Dios. Toda nuestra vida, desde que nacemos es regalo de Dios. La Vida es el gran regalo que Dios nos ha dado. Esto conviene tenerlo en cuenta.
Pero hay más. Sería conveniente que dedicásemos un tiempo a reflexionar en los muchos dones que Dios nos ha dado. Hay un movimiento matrimonial en la Iglesia que tiene entre sus lemas un “Dios no hace basura”, que nos recuerda constantemente que somos creación y fruto del amor de Dios. Y que él ha puesto en nuestro corazón, en nuestra mente, en nuestro cuerpo muchos dones. Somos responsables de hacer crecer esos dones y de ponerlos al servicio del Reino, de la fraternidad, de la justicia, de los que más sufren, de los pobres.
Hay quien se le dan bien los ordenadores. Otros saben escribir. Otros se explican muy bien. Otros saben escuchar a las personas y tienen un don para transmitirles el amor de Dios. Hay quien sabe pintar o arreglar las cosas de electricidad. Hay quien sabe contar un chiste en el momento oportuno y es capaz de alegrar así la vida de los demás e, incluso, de salvar momentos difíciles en la vida de un grupo o de una familia. Todos esos son dones de Dios. Y todos debemos ponerlos al servicio de los hermanos y hermanas, al servicio del Reino. No podemos dejar que esas semillas que Dios ha puesto en nuestros corazones se pierdan.
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