CAPÍTULO XX
De la confesión de la propia flaqueza, y de las miserias de esta vida
Confesaré mi injusticia contra mí, a ti, Señor, confesaré mi flaqueza. Pequeña cosa es muchas veces la que me abate y entristece. Propongo de pelear varonilmente, mas viniendo una pequeña tentación siento gran angustia. Muy vil cosa es a veces de donde me proviene grave tentación. Y cuando me juzgo por algo seguro, y temo menos, me hallo algunas veces casi vencido de un leve soplo.
Mira, pues, Señor, mi humildad y mi fragilidad, que te es bien conocida. Ten misericordia de mí y sácame del lodo, porque no sea en él atollado, y quede abatido de todo. Esto es lo que frecuentemente me encoge y confunde delante de ti, el ser tan deleznable y flaco para resistir las pasiones. Y cuando no me lleve del todo al consentimiento, me ofende y molesta mucho su persecución, y estoy muy descontento de vivir cada día en este combate. De aquí conozco yo mi flaqueza, pues las abominables imaginaciones más fácilmente vienen sobre mí, que se van.
Pluguiese a ti, fortísimo Dios de Israel, celador de las almas fieles, de mirar ya el trabajo y dolor de tu siervo, y asistirle en todo donde quiera que fuere. Esfuérzame con fortaleza celestial, de modo que no prevalezca ni el hombre viejo, ni la carne miserable, aún no bien sujeta al espíritu, contra la cual conviene pelear mientras que vivimos en esta vida llena de miserias. ¡Ay! que tal es esta vida, donde nunca faltan tribulaciones y desgracias, y donde todo está lleno de lazos y de enemigos. Porque faltando una tribulación viene otra, y aún antes que se acabe el primer combate, sobrevienen otros muchos e inesperados.
¿Y cómo puede ser amada una vida llena de tantas amarguras, sujeta a tantas calamidades y miserias? ¿Cómo aún se puede llamar vida la que engendra tantas muertes y pestes? Y con esto vemos que es amada, y de muchos buscada para deleitarse en ella. Muchas veces decimos del mundo que es engañoso y vano; mas no se deja fácilmente, porque los apetitos sensuales nos dominan demasiado. Unas cosas nos incitan a amar al mundo, y otras a despreciarlo. Nos incitan la sensualidad, la codicia y la soberbia de la vida; pero las penas y miserias que se siguen de estas cosas, causan aversión y enfado.
¡Mas ay! que vence el deleite desordenado al alma que está entregada al mundo, y tiene por delicia estar sujeta a los sentidos, porque no ha visto ni gustado la suavidad de Dios, ni el interior gozo de la virtud. Mas los que perfectamente desprecian al mundo, y estudian servir a Dios en una santa observancia, saben que está prometida la divina dulzura a los que con verdad se renunciaren; y ven con más claridad cuán gravemente yerra el mundo, y de cuántas maneras se engaña.
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