CAPÍTULO XXII
De la memoria de los innumerables beneficios de Dios
Abre, Señor, mi corazón acerca de la ley, y enséñame a andar en tus mandamientos. Concédeme que conozca tu voluntad, y que con gran reverencia y entera consideración traiga a la memoria tus beneficios, así generales como especiales, para que pueda de aquí adelante darte dignamente las debidas gracias. Mas yo sé, y lo confieso, que ni aún del más pequeño de tus beneficios puedo darte las alabanzas y gracias que debo. Yo soy menor que todos los bienes que me has hecho; y cuando considero tu nobilísimo Ser, desfallece mi espíritu por su grandeza.
Todo lo que tenemos en el alma y en el cuerpo, y cuantas cosas poseemos en lo interior o en lo exterior, natural o sobrenaturalmente, son beneficios tuyos y te engrandecen a ti, como bienhechor piadoso y bueno, de quien recibimos todos los bienes. Y aunque uno reciba más y otro menos, todo es tuyo, y sin ti no se puede alcanzar la menor cosa. El que más recibe no puede gloriarse de su merecimiento, ni estimarse sobre los demás, ni desdeñar al que recibió menos; porque es mayor y mejor aquél que menos se atribuye a sí mismo, y es más humilde, devoto, y agradecido. Y el que se tiene por más vil que todos y se juzga por más indigno, está más dispuesto para recibir mayores dones.
Mas el que recibió menos, no se debe entristecer ni indignarse, ni tener envidia del que tiene más, antes debe atender a ti y engrandecer sobremanera tu bondad ya que tan copiosa, tan gratuita y liberalmente repartes tus beneficios sin acepción de personas. Todas las cosas proceden de ti, y por eso en todo debes ser alabado. Tú sabes lo que conviene darse a cada uno. Y por qué tiene uno menos y otro más, no toca a nosotros discernirlo, sino a ti, que sabes determinadamente los merecimientos de cada uno.
Por eso, Señor Dios, tengo también por gran beneficio no tener muchas cosas de las cuales me alaben y honren los hombres; de modo que cualquiera que considere la pobreza y vileza de su persona, no sólo no recibirá agravio, ni tristeza, ni abatimiento, sino consuelo y gran alegría; porque tú, Dios, escogiste para familiares y domésticos a los pobres, humildes y menospreciados de este mundo. Testigos son de esto tus Apóstoles, los cuales constituiste príncipes sobre toda la tierra. Mas se conservaron en el mundo tan sin queja, y fueron tan humildes y sencillos, viviendo tan sin malicia ni engaño, que se gozaban en sufrir injurias por tu nombre y abrazaban con gran afecto lo que el mundo aborrece.
Por eso ninguna cosa debe alegrar tanto al que te ama y reconoce tus beneficios, como tu santa voluntad y el beneplácito de tu eterna disposición; lo cual le ha de contentar y consolar de manera que quiera tan de grado ser el menor de todos, como desearía otro ser el mayor; y tan pacífico y contento debe estar en el más bajo lugar como en el primero; y tan de buena gana llevar verse despreciado y abatido, y no tener nombre ni fama, como si fuese el más honrado y mayor del mundo; porque tu voluntad y el amor de tu honra han de ser sobre todas las cosas; y más se debe consolar y contentar con esto, que con todos los beneficios recibidos, o que puede recibir.
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