Hay que ser honestos. De primeras no es fácil entender la historia del sacrificio de Isaac. ¿Cómo es posible que Dios le pida a Abraham el sacrificio de su hijo? Alguien podría añadir que era su hijo único. Otro podría decir, para poner peor las cosas, que además era el hijo que Dios mismo le había dado como favor a Abraham y Sara en su vejez. Pero incluso aunque no se dieran esas dos circunstancias, sería terrible el hecho de que Dios pidiese a cualquiera de nosotros el sacrificio de un hijo. ¿Para qué? ¿Por algún secreto deseo de venganza? ¿Porque el Dios de Abraham tuviese una cierta sed de sangre?
Lo cierto es que el camino hasta el monte Moria no culmina en el sacrificio. En el último momento, Isaac es cambiado por un cordero. Tenemos que pensar que aquel era un mundo, el de Abraham, en que los sacrificios humanos eran frecuentes como forma de aplacar la ira de los dioses (¿por qué siempre tenemos que pensar que los dioses están airados con nosotros?). Quizá el escritor sagrado nos quiere decir que Dios no quiere la muerte de nadie y que hay que renunciar a los sacrificios humanos.
O quizá conviene poner la lectura en la perspectiva del Evangelio. Porque el Antiguo Testamento tiene que ser interpretado desde el Nuevo, que constituye la plenitud de la revelación. En el Nuevo Testamento sí encontramos la entrega total, sin límites, hasta dar la vida, de Jesús. Pero no se trata de aplacar la ira de Dios. Dios, el padre, el abbá de Jesús, no está enfadado con nosotros. Sólo quiere mostrarnos en su hijo, en Jesús, un camino para llevar nuestra vida a su plenitud. Nuestra vida, la de sus hijos e hijas. Jesús es el que lo da todo al servicio del Reino. Sin medida. Sin límites. Se sacrifica por la vida de sus hermanos. Y en esa entrega, encuentra el mismo la vida plena de la resurrección. Porque sólo el que pierde su vida por los hermanos la recupera en el regalo de Dios que es la vida en plenitud.
En Jesús, y en miles y miles de sus discípulos a lo largo de estos veinte siglos de historia, cobra sentido la entrega total, el sacrificio de la vida. Todo por el Reino es todos por los hermanos y hermanas. Todo para extender el Reino de la vida. Porque nuestro Dios es Dios de vida y libertad y plenitud. Y vale la pena perder la vida por él.
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