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Ora todos los días muchas veces: "Jesús, María, os amo, salvad las almas".

El Corazón de Jesús se encuentra hoy Locamente Enamorado de vosotros en el Sagrario. ¡Y quiero correspondencia! (Anda, Vayamos prontamente al Sagrario que nos está llamando el mismo Dios).

ESTEMOS SIEMPRE A FAVOR DE NUESTRO PAPA FRANCISCO, ÉL PERTENECE A LA IGLESIA DE CRISTO, LO GUÍA EL ESPÍRITU SANTO.

Las cinco piedritas (son las cinco que se enseñan en los grupos de oración de Medjugorje y en la devoción a la Virgen de la Paz) son:

1- Orar con el corazón el Santo Rosario
2- La Eucaristía diaria
3- La confesión
4- Ayuno
5- Leer la Biblia.

REZA EL ROSARIO, Y EL MAL NO TE ALCANZARÁ...
"Hija, el rezo del Santo Rosario es el rezo preferido por Mí.
Es el arma que aleja al maligno. Es el arma que la Madre da a los hijos, para que se defiendan del mal."

-PADRE PÍO-

Madre querida acógeme en tu regazo, cúbreme con tu manto protector y con ese dulce cariño que nos tienes a tus hijos aleja de mí las trampas del enemigo, e intercede intensamente para impedir que sus astucias me hagan caer. A Ti me confío y en tu intercesión espero. Amén

Oración por los cristianos perseguidos

Padre nuestro, Padre misericordioso y lleno de amor, mira a tus hijos e hijas que a causa de la fe en tu Santo Nombre sufren persecución y discriminación en Irak, Siria, Kenia, Nigeria y tantos lugares del mundo.

Que tu Santo Espíritu les colme con su fuerza en los momentos más difíciles de perseverar en la fe.Que les haga capaces de perdonar a los que les oprimen.Que les llene de esperanza para que puedan vivir su fe con alegría y libertad. Que María, Auxiliadora y Reina de la Paz interceda por ellos y les guie por el camino de santidad.

Padre Celestial, que el ejemplo de nuestros hermanos perseguidos aumente nuestro compromiso cristiano, que nos haga más fervorosos y agradecidos por el don de la fe. Abre, Señor, nuestros corazones para que con generosidad sepamos llevarles el apoyo y mostrarles nuestra solidaridad. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

viernes, 24 de marzo de 2017

¿Sabías que ir a Misa alarga la vida y la hace más feliz?

PADRE SERGIO



Ir a Misa hace bien, alarga la vida». En efecto, ir a Misa nos hace bien. Quizá el enfoque de este video no sea el mejor, pero nos puede servir para preguntarnos: ¿será que las personas escogen ir a Misa porque desean vivir más tiempo o realmente comprenden por qué deben ir y cuál es el bien que se opera en sus vidas?

Quizás sea un error en el concepto de la misma felicidad, que la publicidad ha pintado como sinónimo de confort y despreocupación. Pero eso no es la felicidad. Felicidad es la plenitud del amor; la encontramos cuando encaminamos nuestro actuar al fin por el que fuimos creados (que es amar, que es ser felices, ser plenamente aquello que estábamos llamados a ser).

En la Misa palpamos el Amor de Dios El amor tiene sus raíces en forma de Cruz, en términos de San Josemaría Escrivá. La plenitud del amor la consumó Jesucristo en la Cruz. El amor es entrega, es donación libre. Él nos demostró con su vida el modelo de cómo hemos de amar. Tanto nos amó que escogió quedarse con nosotros, indefenso y escondido, para que no tengamos miedo de acercarnos a Él. ¡Pero tan escondido, que nos acostumbramos! O no asimilamos el misterio del que quiere hacernos partícipes: el Cielo bajando a la tierra, los Ángeles adorando a Dios junto a nosotros, Dios que se hace un pedacito de pan… un misterio y un milagro que no vemos o no apreciamos, o que entendemos pero nos acostumbramos. Y Jesús, loco, loquísimo de amor, espera. Nos espera en cada Misa, para darnos mucho… para darse a sí mismo.

Jesús abre su corazón y nos invita a refugiarnos en Él. Nos pide, creo que hasta suplica, que acudamos a su corazón. Porque quiere darnos toda la gracia que necesitamos para ser felices, para ser fieles, pero para ello tenemos que poner nuestra respuesta y nuestra correspondencia; hemos de acudir a Él.

«La presencia de Jesús en el Sagrario ha de ser como un polo de atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón. “¡Gustad y ved qué bueno es el Señor¡” (Sal 33 [34],9)»(Juan Pablo II, encíclica Ecclesia de Eucharistia).

El Cielo en la tierra

El santazo cura de Ars dijo: «El que comulga se pierde en Dios como una gota de agua en el océano. No se les puede separar. Cuando acabamos de comulgar, si alguien nos dijera: ¿Qué lleva usted a su casa? Podríamos responder: llevo el cielo». ¿Alguna vez nos hemos detenido a pensar en esto? Las Misas que escuchamos son y serán, siempre y al momento de nuestra muerte, nuestro consuelo. Sabemos que es un pecado grave ignorar y faltar a la llamada de Dios de asistir a la Santa Misa (domingos y fechas de precepto). Pero, creo que más que nada, es una estupidez de parte nuestra: ¿cómo rechazar a Dios, que quiere habitar en nosotros, que se hace chiquitito, unas migajitas de pan, para llegar hasta nosotros y quedarse muy cerca, ayudarnos y consolarnos?

A veces nos quejamos de muchas cosas que no tenemos. Estas cosas son, tantas otras veces, excusas para faltar a esta cita con el Señor: falta de tiempo, falta de salud, falta de “medios”. Estos son muchas veces disfraces para no admitir (o para cambiar el nombre a la pereza, a la comodidad, a la “falta de ganas”). En cambio, quienes van al encuentro con Él –incluso más de una vez a la semana– no tardan en descubrir que no hace falta nada más… ¡si tienen en sus labios al mismo Dios! Pero podemos tantísimas veces ser muy ciegos y argüir que la Misa es larga y aburrida sin ver que en ella está la Virgen, está San José, están los Ángeles, los Santos, ¡todo el Cielo a nuestro lado! Y sobre todo, el mismísimo Jesús vivo y operante escondido en la Hostia Santa.

Si redescubriéramos todo esto, nuestro amor se ensancharía –lo que no necesariamente implicaría “sentir” amor, sino estar más dispuestos a entregarnos, a corresponder, a perseverar en el camino hacia el Cielo–, y no nos detendríamos a mirar el reloj, a mirar al vecino, a preguntarnos cuánto ya ha hablado el sacerdote en la homilía. Por el contrario, extenderíamos nuestra acción de gracias al darnos cuenta de lo mucho que recibimos, a cambio de lo poquitito que tenemos para dar. Porque es un regalo inmerecido e inmenso poder participar de cada Misa. ¿Cómo decir “no se me antoja”, cuando medimos nuestros méritos y nos vemos indignos de tan grande invitación, pero aun así invitados en un lugar especial?

«Ir a la Misa es ir al cielo, donde “Dios mismo enjugará toda lágrima” (Apoc 21, 3-4). (…) Ir a Misa es renovar nuestra alianza con Dios (…) hacemos unas promesas, nos comprometemos a nosotros mismos, asumimos una nueva identidad. Somos cambiados para siempre. Ir a Misa es recibir la plenitud de la gracia, la vida misma de la Trinidad. Ningún poder del cielo o de la tierra puede darnos más de lo que recibimos en Misa, pues recibimos a Dios dentro de nosotros mismos. Cuanto más preparados estemos para la Misa, más gracia sacaremos de ella. Y recuerda: la gracia disponible en la Misa es infinita… es toda la gracia del cielo. El único límite es nuestra capacidad para recibirla. (…) La gracia compensa cada debilidad de nuestra naturaleza humana. Con la ayuda de Dios somos capaces de hacer lo que nunca podríamos hacer por nosotros mismos: a saber, amar perfectamente, sacrificarnos completamente, entregar nuestras vidas como Cristo lo hizo. No estaremos aferrados a nada de la tierra, prefiriendo en vez de eso levantarnos hacia el cielo» (Scott Hahn, La Cena del Cordero).

Llevarnos a Cristo, parecernos a Cristo, ser otro Cristo

Leo J. Trese, en el libro «La fe explicada» afirma que el fin primordial de la Misa es dar honor y gloria a Dios. Sin embargo, sus efectos no se detienen ahí: al ofrecer Jesucristo su infinito homenaje a Dios, también alcanza grandes gracias para nosotros, las gracias que necesitamos para parecernos cada día más a Él, puesto que cada vez que comulgamos, es Él quien va transformándonos más en sí. Estamos llamados al Cielo, estamos llamados a ser santos, y para eso hemos de imitar a nuestro modelo. Lo mejor de todo es que Él solo quiere nuestra buena disposición, porque, como dije, es Él quien nos transforma. Y, luego de cada comunión, habiendo recibido tantas gracias, las hemos de compartir. Hemos de llevar a Cristo a quienes aún no le conocen, a quienes no se le han acercado. Para que cuando nos vean, nos vean obrar de manera que irradiemos la plenitud del amor del que hemos sido partícipes.

«La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue entregando a nosotros, llamándonos a participar de la mesa de su Cuerpo y su Sangre. De la comunión plena con Él brota cada uno de los elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso de anuncio y testimonio del Evangelio, y el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños» (Benedicto XVI).
Autor:
Catholic Link

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