Queridos Hermanos:
Hace pocos días reflexionábamos sobre las palabras de Simeón: Jesús estaba destinado a que muchos en Israel, a causa de él, cayesen o se levantasen (Lc 2,34). En esa línea, el prólogo del IV evangelio, composición sublime que acabamos de oír, ya sabe de diferencias: la Palabra “vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron; mas a quienes la recibieron…”.
Desgraciadamente la división no afectó solo al Israel de entonces; a las pocas décadas de su fundación, la comunidad joanea sufrió un cisma; cabalmente 1Jn nos habla hoy de los que se marcharon “porque no eran de los nuestros”; nos queda la impresión de una cierta ineficacia de la plegaria de Jesús por “que todos sean uno” (Jn 17,21). La Iglesia ha llevado siempre consigo el dolor de haber roto la túnica inconsútil de su Maestro.
El prólogo joaneo ya se nos leía el día de Navidad. Y no está demás su repetición. Nos invita a que nuestra mirada pase por la menesterosidad de ese Niño recién nacido pero no se quede detenida en él; a través de él es preciso ver la Gloria y la Verdad divinas, que han querido ponerse completamente a nuestro alcance. El que nace en condiciones humanas precarias y se cría en un pueblo pequeño y de mala fama (“¿de Nazaret puede salir algo bueno?”: Jn 1,46) es nada menos que el Eterno que ahora se convierte en la Luz y la Vida del mundo. “No pongáis lo ojos en nadie más que en él”, dice el conocido cantico.
El autor del célebre prólogo ha querido resaltar la categoría de Jesús en cuanto plena manifestación de lo divino. No menosprecia la descomunal personalidad religiosa de Moisés, pero el don que se realiza a través de Jesús es inmensamente mayor. Él es el único que está “vuelto hacia el pecho del Padre”, le conoce en profundidad y le refleja insuperablemente. La traducción correcta del último versículo sería: “él en persona fue la revelación”. En su despedida Jesús lo dirá más explícitamente: “quien me ha visto ha visto al Padre” (Jn 14,9).
En nuestra época de desoladora secularidad, algunos se consuelan resignadamente con la “inquietud religiosa” de quienes “buscan lo divino” siquiera en otros ámbitos, de quienes, desde la llegada de la “era de Acuario” u otras ofertas exotéricas, han optado por una religiosidad difusa y sin dios. “Algo es algo; queda cierta apertura a la trascendencia”. Pero es muy poco. Otros, incluso dentro de la Iglesia, después de un tiempo de abandono o decepcionados de lo recibido, han buscado fuentes alternativas: por ahí andan las espiritualidades sustentadas en apariciones, mensajes secretos… Tal vez han faltado en la transmisión del mensaje los resortes pedagógicos adecuados; o no hemos sabido hacer frente al cansancio de una civilización. Es preciso volver a lo esencial, y no pedir nuevas o diferentes revelaciones al Dios que en su Hijo nos lo ha dicho todo, “que es su única Palabra, que no tiene otra” (S. Juan de la Cruz).
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf
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