Queridos hermanos:
Los periódicos publican hoy alguna noticia inverosímil, pero presentada de tal forma que, de entrada, resulte creída y creíble; luego sigue el desengaño. Y los niños la gozan engañando a sus compañeros o pegando monigotes en la espalda de los abuelos. “Inocente” significar con frecuencia “crédulo”, o incauto, infantil, o hasta ridículo.
Pero la narración evangélica de la matanza de los niños de Belén por orden del inicuo Herodes es de una gran seriedad y profundidad teológica. El papa emérito Benedicto XVI concluyó su trilogía sobre Jesús de Nazaret con el volumen sobre los Evangelios de la Infancia; dejó para el último lugar lo que el evangelio coloca al principio. Y es sin dudas un gran acierto, pues lo que a primera vista parece la infancia de Jesús es en realidad un condensado de todo el evangelio.
Cuando llega al pasaje de la matanza de los inocentes, se hace eco de la discusión exegética acerca de la fiabilidad histórica de la narración; él, sin menospreciar otras opiniones, se inclina por una respuesta positiva. Pero se detiene mucho más en el significado profundo del relato. Muchos de sus detalles están tomados del libro del éxodo, donde se refieren a Moisés. Allí el faraón intenta dar muerte a todos los niños israelitas, pero uno providencialmente escapa de sus manos crueles y termina siendo el salvador de su pueblo. A través de él, Dios sacará a Israel de la esclavitud de Egipto.
Con este trasfondo, completado por leyendas judías posteriores, el primer evangelista presenta magistralmente su mensaje. Jesús es el nuevo Moisés, el mediador de la nueva alianza, el que saca a su pueblo de la esclavitud. Quien opta por Jesús inicia un éxodo (“sale de Egipto”) hacia la tierra de la libertad. Jesús es además la síntesis de su pueblo, de los que le pertenecemos; su destino es el nuestro: “llamé a mi hijo” se refiere, en el éxodo, al pueblo, y, en Mt 2, a Jesús. Somos los “hijos en el Hijo”
Pero, de paso, Mt tiene siempre ante los ojos la paradoja vivida por Jesús, esa que el IV evangelio sintetiza en “vino a los suyos pero los suyos no le recibieron”; paradoja vivida también por la iglesia naciente, cuyo anuncio es frecuentemente rechazado por el judaísmo. El rey semi-judío Herodes teme al auténtico “rey de los judíos” e intenta deshacerse de él, sin reparar en la crueldad de los métodos. Y todo termina en un triste lamento: cuando el pueblo –representado ahora por su rey Herodes- no acoge a su auténtico salvador, se destruye a sí mismo.
Pero aquí aparece una vez más la ironía de la vida: los magos, unos brujos extranjeros que nada sabían de las Escrituras, acogieron a Jesús y le adoraron. En cambio su pueblo “se turbó” ante la noticia de su nacimiento. Es una advertencia permanente a la Iglesia, a quienes nos consideramos “fieles” o “los de siempre”. Nuestra rutina puede blindarnos frente a la aparición en nuestras vidas de un Dios que quiere ponernos en situación de éxodo. ¡Cuidado con las rutinas, las seguridades, el ¡sabérnoslas ya todas!
Y no nos despidamos sin una consideración heterogénea con esto, pero muy actual. Muchos inocentes siguen siendo víctimas del egoísmo de los mayores: a unos se les prohíbe nacer, a otros se los incorpora a la guerra cuando aún no pueden con el fusil y se les inculca el odio; en otros casos se los pervierte sexualmente, o se les crea una mente materialista y sin horizontes… “Herodes” es una forma de ser, que se encarna en nuestra sociedad de muchas maneras. Tengamos los ojos bien abiertos.
Vuestro hermano
Severiano Blanco cmf
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