Hoy es un día para moverse entre el dolor y la esperanza. Lo primero que se nos viene a la mente son nuestros difuntos. Esos que son inequívocamente “nuestros”. Por familia, por amistad, por... Están en nuestra memoria y en nuestro corazón. Cuando se fueron, nos hicieron sentir huérfanos. Y nos dejaron en una soledad tremenda. En algún momento llegamos a pensar que cómo era posible que siguiera amaneciendo cada día después de lo que habíamos pasado. El dolor nos contrajo, nos paralizó, nos dolieron hasta los huesos. Hoy ya no duele tanto –el tiempo pasa– pero siguen ahí, “nuestros” difuntos, clavados en la memoria, formando parte de nuestro día a día. Hay es día para acordarnos de ellos. Pero el recuerdo doloroso se nos anima en la esperanza que nos da la fe. Porque Jesús resucitó. Porque Jesús venció a la muerte. Porque no puede ser que tanto amor –el amor de Dios y el nuestro– desaparezca para siempre. Porque el amor pide vida y comunicación. Así desde la fe vivimos este día.
Pero la mirada cristiana nos abre los ojos a otra perspectiva más amplia. No basta sólo con acordarse de los familiares, de los vecinos, de los cercanos. El Reino nos habla de universalidad, de familia que va más allá de los lazos de la sangre y de la carne, de la raza y la nación. El Reino rompe barreras y nos hace sentirnos hermanos de todos los hombres y mujeres de este mundo. Hoy, como siempre, todos son hermanos nuestros. Porque todos son hijos del mismo Padre que está en el cielo. Ni uno se escapa a esa identidad profunda.
Teníamos que tener esta dimensión tan importante para el cristiano como es la universalidad en este día en que conmemoramos a todos los fieles difuntos. A todos. Y podríamos empezar por los más lejanos. Por los más desconocidos. Sería bueno que nos acordásemos de los difuntos sin nombre, anónimos. Esos de los que no se acuerda nadie. Hay muchos. Me contaron una vez que en el cementerio de una población de la costa sur de España, cerca del Estrecho de Gibraltar, allá donde África está muy cerca de Europa, hay unas cuantas tumbas sin nombre. Han enterrado allí los cuerpos de los inmigrantes que el mar fue dejando en sus playas. Sin nombre. Sin nacionalidad. Sin identidad. Sin papeles. Pienso en esos difuntos de los que igual nadie se acuerda. Pienso en los que han destrozado las bombas en tantas guerras como hay a lo largo y lo ancho de este mundo. Ellos también son “nuestros” difuntos. Porque también son nuestros hermanos.
Abramos el corazón a la esperanza. Sintiendo el dolor pero llenos de esperanza. Porque Jesús ha vencido a la muerte. Y nosotros venceremos con él. Porque en la casa de su Padre hay muchas moradas preparadas para nosotros, sus hijos
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