¡Justicia! ¡Justicia! Todos queremos justicia. Es un grito que nace desde lo más profundo de la humanidad. Queremos decir que se nos de lo que es justo, lo que es nuestro, aquello a lo que tenemos derecho.
Entonces vienen los abogados, los legisladores, los sabios. Y nos empiezan a explicar que justicia es dar a cada uno lo suyo, que la justicia no es más que una especie de mercado en el que todos tienen que quedar contentos porque se han de llevar lo que es suyo, lo que tienen en propiedad. Luego, viene la segunda parte de la explicación: ¿qué es lo mío? ¿qué es lo suyo? Ese “mío” se termina definiendo en papeles, en documentos, que justifican la propiedad. “Dar a cada uno lo suyo”, una de las definiciones más antiguos de justicia, se puede terminar reduciendo a una suerte de compadreo, donde los que saben, los que tienen papeles, abusan de los demás. O bien en una suerte de “te doy para que me des”. Dicho en otras palabras, si te hago un favor, me lo tienes que pagar con un favor de similar categoría.
Este es el tipo de justicia a que nos tienen acostumbrados los tribunales de justicia que hay en nuestros países. Quizá no sea mala justicia. Quizá es lo mejor a que podemos aspirar en este mundo nuestro tan limitado. La aplicación de esa justicia ha hecho mucho bien a la humanidad. De otra forma, este mundo habría estado dominado por el abuso de los poderosos.
Pero Jesús no se conforma con esta justicia. Quiere ir más allá. Rompe la limitación de esta justicia como un “dar a cada uno lo suyo” y se sitúa en el plano de la gratuidad. “Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.”
Alguno le podía haber respondido: “largo me lo fiáis”. Y tendría algo de razón. Esos a quienes Jesús nos dice que tenemos que invitar no nos van a poder pagar nunca. Pero en el mundo de la gratuidad no hay nada que pagar. El regalo es regalo, don. No se pide nada a cambio. Porque la paga está en el mismo dar, en el compartir.
Lo que Jesús no dice en este texto, pero que es obvio, es que para construir el Reino hay que saltar del plano de la justicia al de la gratuidad. En el plano de la justicia se puede conseguir algo pero tiene sus límites insalvables. Siempre habrá alguien que cumpliendo estrictamente la justicia abuse de sus hermanos. Hay que pasar a una relación con nuestros hermanos y hermanas basada en la gratuidad, en el dar y compartir sin esperar paga ninguna. Aunque sólo sea porque, si somos sinceros, hemos de reconocer que lo mejor que tenemos –la vida– la hemos recibido gratis de nuestro Padre Dios.
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