Edición Impresa: lunes, 07 de marzo de 2011
Por Sergio Buenanueva - Arzobispado de Mendoza
¿Puede haber un punto de encuentro entre un creyente y un ateo? ¿Puede haber diálogo entre ellos? La fe en Dios y la increencia son dos modos de estar parados frente a la totalidad de la vida. Dos formas de echar raíces. Pero dos modos diametralmente opuestos: con Dios o sin Él. Si es posible algo así como un diálogo, este tendrá todas las características de una confrontación, de un encuentro difícil, agónico, en el límite.
Escuchar al ateo, especialmente al que se sacude violentamente contra Dios porque tiene ante sus ojos el sufrimiento del mundo y, desde aquí intentar comprender el tenor exacto de su "no", es un rasgo distintivo de la teología cristiana moderna. Uno de sus méritos más significativos. Sin renunciar a todas las implicancias que significa pronunciar el amén de la fe en el Dios uno y único, los teólogos cristianos -católicos, protestantes u ortodoxos- han hecho el singular esfuerzo de ponerse en el lugar del no creyente, del que niega o reniega de Dios.
Seamos justos: lo han hecho los teólogos más insignes del siglo XX (Rahner, De Lubac, etc.) porque antes lo han hecho muchos cristianos de a pie, que han sentido en su interior esta llamada: "Quiero ver las cosas como tú las ves, sentir con tus sentimientos". Y esto, en nombre de Dios, en nombre del Dios que se hizo hombre, en nombre del Dios crucificado y abandonado. Pienso aquí en Chiara Lubich.
Es cierto que, así como hoy dentro del cristianismo se agitan los demonios del fundamentalismo y del integrismo, en estos últimos años se ha desarrollado un ateísmo militante, agresivo y hostil que ha hecho de la criminalización de las religiones, el estereotipo, el golpe bajo y la generalización sus armas predilectas.
Fundamentalismo, integrismos y este tipo de ateísmo lo tienen claro: no hay lugar para ninguna forma de diálogo que no sea la claudicación y la humillación, porque el otro, el que no es como yo, sencillamente es un sujeto-alienado, una suerte de no-persona a la que no se le puede conceder nada, mucho menos el carácter de interlocutor válido. Lo digo sin tapujos: es miedo, un miedo metido hasta los huesos. Y un miedo así de irracional puede desembocar en lo peor.
Un parecer diverso tiene Benedicto XVI, precisamente el Papa teólogo, que, a finales de 2009 indicaba un sendero pastoral preciso y desafiante para los católicos: "Creo que la Iglesia debería abrir también hoy una especie de ?patio de los gentiles' donde los hombres puedan entrar en contacto de alguna manera con Dios sin conocerlo y antes de que hayan encontrado el acceso a su misterio, a cuyo servicio está la vida interna de la Iglesia.
Al diálogo con las religiones debe añadirse hoy sobre todo el diálogo con aquellos para quienes la religión es algo extraño, para quienes Dios es desconocido y que, a pesar de eso, no quisieran estar simplemente sin Dios, sino acercarse a él al menos como desconocido".
El desafío ha sido recogido por el Pontificio Consejo para la Cultura, guiado por uno de los intelectuales católicos más finos y reconocidos del presente: el cardenal italiano Gianfranco Ravasi. De su creatividad ha surgido la iniciativa del "Atrio de los gentiles", una invitación al diálogo entre creyentes y ateos, que ha tenido precisamente en estos días una primera realización en la prestigiosa Universidad de Bolonia, con la asistencia de 1.500 personas. En las próximas semanas tendrá lugar en París, más precisamente en la sede la Unesco, en La Sorbona, en el Instituto de París y en el Colegio de los Bernardinos.
El diálogo es posible. Esto es así porque la razón humana es apertura a la totalidad de la realidad, y esta apertura le da al hombre una capacidad infinita e inagotable para buscar, preguntarse y maravillarse. El diálogo es posible precisamente como encuentro entre quienes se reconocen diversos, pero unidos por un terreno común: la propia humanidad inquieta, nunca satisfecha, siempre en camino.
El "Atrio de los gentiles" promete ser una experiencia estimulante de diálogo abierto pero de ninguna manera indiferente. No se encuadra dentro de la corrección política imperante que postula una elegante indiferencia, o la vulgar afirmación de que todo da igual, porque nada es importante. La propuesta es estimulante porque hace foco en la cuestión central que divide las aguas entre ateos y creyentes: Dios, precisamente la cuestión de Dios. La escucha recíproca promete. Seguramente será exigente y de calidad. Al menos, así lo espero yo.
Las preguntas del principio siguen, sin embargo, abiertas. La iniciativa del "Atrio de los gentiles" es todavía una promesa, pero una promesa que despierta algunas nostalgias y muchas esperanzas. Tendremos que esperar pacientemente sus frutos.
Para los que creemos en Dios, la esperanza es otro de los rostros de la fe, es decir, es otra forma de escuchar y de estar de cara al Dios siempre más grande, al Dios desconocido, al Dios que nunca (nótese el adverbio: nunca) podrá ser utilizado como justificativo de nuestras propias ocurrencias. Para los creyentes, Dios es un misterio inefable, una Palabra que debe ser escuchada en silencio, especialmente en su manifestación más elocuente: el Crucificado del Viernes Santo. Solo en este espacio de libertad Dios habla y puede ser reconocido.
Por eso, la Biblia nos enseña que el segundo mandamiento intima al creyente, en primer lugar a él: "No tomarás el Santo Nombre de Dios en vano". Como dice un teólogo contemporáneo: Dios no es una piedra para arrojar en el rostro de nadie, menos aún en el rostro de quien no cree o no puede creer en Él.
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