21/03/2011. Jesús Perulero Reyes (Periodista)
En algún artículo anterior he confesado a Vd., sufrido lector, mi compromiso cristiano y católico. No me importa reiterarlo ahora, sobre todo, porque este sencillo y humilde creyente no lo hace a título ejemplarizante ni de modo presuntuoso; ni mucho menos. Simplemente, por intentar compartir una de tantas imperfecciones como uno pueda tener por lo mal practicante que es, sin duda alguna.
Y esta reflexión me ha venido a la mente y al papel, después de tener noticia de los boicots que varias celebraciones religiosas cristianas católicas han sufrido en Barcelona y en Madrid estos días atrás.
Precisamente la religión cristiana es generosa y el ecumenismo que se defiende es el de igual a igual entre el Cristianismo y las demás religiones existentes. Desde el respeto y la paridad. Porque precisamente Juan Pablo II y Benedicto XVI han realizado hasta ahora importantísimas aportaciones a esa igualdad entre religiones, lo que por cierto, no siempre ha encontrado la lógica correspondencia que cabría esperar.
Por eso, que incidentes como los reseñados estos días en la prensa nacional despierten pena y estupor hoy en día, porque van contracorriente ante un proceso eclesial que busca la normalidad y no la confrontación.
Recuerdo mi etapa de bachillerato en el veterano ‘Isla de León’ de San Fernando a finales de los setenta y comienzo de los ochenta. Allí, en su primitivo salón de actos tipo cine, frente al teatral escenario había un hueco donde se almacenaban tras una cortina negra sillas, maderas, butacas rotas y lo que descubrimos un buen día un grupo de estudiantes de modo sorprendente al estar oculto en lo más profundo del recinto: una mesa de altar. Ya entendimos el por qué los asientos tenían reclinatorios de los que nadie del centro parecía haberse dado cuenta. Eran ignorados, simplemente.
En el ámbito estudiantil, en nuestro país soplaban en aquellos momentos aires de cambio. La UCD de Suárez estaba ya bien ‘tocada’ y las aspiraciones de la izquierda política tenía nombre propio gracias a la frescura de ideas y de mensajes de entonces de un PSOE emergente y sus líderes nacionales Felipe González y Alfonso Guerra, mientras el PCE de Carrillo y Pasionaria se asentaban ya sin peluca ni escondrijos en el tejido social y parlamentario español. Esa renovación, como no podía ser de otro modo, se respiraba en las aulas, incluso en las de un modesto instituto de enseñanza media como era el ‘Isla’ de aquella época.
En aquel panorama, el laicismo y hasta el ataque a la Iglesia no sólo era mucho más habitual, sino incluso que en determinados sectores sería casi ‘bien visto’ por progre y moderno. Por eso, plantear que con la colaboración de los responsables del Seminario de Religión se oficiase una misa para estudiantes en el salón de actos del centro resultaba casi una provocación. Pero unos cuantos nos decidimos a hacerlo, porque la libertad constitucional de expresión y de religión también era la libertad de ejercicio que todos ansiábamos, creyentes y no creyentes.
La convocatoria me supuso ser llamado por el Jefe de Estudios de entonces ‘a capítulo’. Seria advertencia la que me hizo notar por si aquella actividad buscaba algún modo de ataque o confirmación religiosa o política encubierto, más allá de la simple celebración de la Eucaristía, que era lo único que perseguíamos los estudiantes y sacerdotes que trabajamos en la organización.
Ya se sabe lo que dice el refranero de la condición del ladrón, etcétera, etcétera…
La Eucaristía se desarrolló con entera normalidad y una asistencia tremenda de alumnos y de algún que otro profesor que casi a hurtadillas dio el paso adelante y asistió. Aquello era, sencillamente, histórico en unos momentos convulsos y difíciles por el ambiente en que vivíamos todos. Y fue único.
La reacción no se hizo esperar y de la noche a la mañana el oficiante tuvo que pedir traslado ‘voluntariamente’ y desaparecieron casi todos los crucifijos que se hallaban en las clases. ¿Qué mal habían hecho el Crucificado, los alumnos que habían asistido a la misa o el propio cura…? Pero nada, daba lo mismo. Nuestra libertad religiosa tuvo que pagar su particular peaje y las cruces, aun siendo un centro público, en la mayoría de los casos estaban guardadas en mesas de profesores o simplemente desaparecidas y las pocas que permanecían colgadas en las aulas formaban más parte del mobiliario y pasaban desapercibidas, que eran objeto de atención de unos y otros…
La Cruz siempre ha sido incómoda para sus enemigos. Incluso cuando nadie se acordaba de ella detrás de una pizarra entre polvo y tiza en un simple aula. Qué grandeza la suya.
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